Resumen de la novela Hijo de Hombre de Augusto Roa Bastos
1. Capítulo 1. - Hijo de Hombre
2. Capítulo 2. - Madera y carne
3. Capítulo 3. - Estaciones
4. Capítulo 4. - Éxodo
5. Capítulo 5. - Hogar
6. Capítulo 6 - Fiesta
7. Capítulo 7. - Destinados
8. Capítulo 8. – Misión
9. Capítulo 9. – Madera quemada
10. Capítulo 10. – Ex combatientes
11. Conclusión
La novela Hijo de Hombre fue publicada en su versión original en 1960. Esta novela es la primera de una trilogía compuesta además por Yo El Supremo y El Fiscal.
El resumen que a continuación se presenta es de la segunda versión, publicada en 1991 por la editorial El Lector de Asunción.
En una nota preliminar el Autor hace referencia al carácter bilingüe de la cultura paraguaya que constriñe a los escritores, en el momento de escribir en castellano, a oír un discurso oral en guaraní. La presencia lingüística del guaraní se impone desde el interior del mundo afectivo. Los signos de la escritura en castellano tienen dificultad en captar y expresar el texto oral guaraní.
El autor afirma que sus novelas son un intento de lograr la fusión de los dos hemisferios lingüísticos del paraguayo.
Roa Bastos justifica la segunda versión de la novela diciendo que un texto, si es vivo, vive y se modifica, lo varía e inventa el lector en cada lectura. También el autor puede variar el texto indefinidamente sin hacerle perder su naturaleza originaria sino enriqueciéndolo con sutiles modificaciones
En la nota preliminar el Autor afirma que esta nueva versión de Hijo de Hombre "es una obra enteramente nueva sin dejar de ser la misma con respecto al original en cuanto mantiene esencialmente su fidelidad al contexto originario de cuya realidad no es más que una de las posible fábulas que la palabra portadora de mitos puede inventar".
Capítulo 1. - Hijo de Hombre.
En este capítulo el autor describe detalladamente la antigua villa de Itapé y el actual pueblo, en el momento en que se sitúa la novela. Describe su paisaje, tanto de la campiña como el de sus casas de una manera tan real. Nos cuenta cómo sus habitantes empezaron a despertar con la construcción de la nueva estación y el tendido de las vías del ferrocarril y cómo murieron en dicho tendido. Dice de los pobladores que eran personas miedosas, harapientas y de rostros cobrizos y ajetreados por el sol.
Ubica la estación nueva y su entorno y nos comenta de la nueva iglesia que fue construida sobre los escombros de la antigua y de cómo se sacó el campanario para dar lugar a un palco y tarimas para las funciones patronales en homenaje al día de Santa Clara, su patrona.
Es notable la descripción tan precisa que hace con respecto del rancho de Cristo que está ubicado a media legua del pueblo en la cima del cerro de Itapé y cómo influyó en cada uno de sus habitantes la celebración del Viernes Santo, que tenía su propia liturgia que no era muy antigua, pero que había nacido de ciertos hechos que conformaban su propia leyenda.
El Cristo estaba siempre clavado en la cruz negra en la cima del cerro, bajo un círculo de espartillo terrado semejante a un toldo de indios, para resguardarlo del mal tiempo. La ceremonia del Viernes Santo era muy particular: no representaban las estaciones de la crucifixión, luego del Sermón de las Siete Palabras, venía el Descendimiento. Lo desprendían al Cristo de la cruz casi a estirones, con las manos crispadas y trémulas, con una especie de rencorosa impaciencia. El gentío descendía del cerro con el Cristo a cuestas entonando roncamente cánticos y plegarias. Llegaban hasta la iglesia pero el Cristo no entraba nunca en ella, solamente llegaba hasta el atrio, quedaba un momento mientras el gentío entonaba cantos que al rato se convertían en gritos hostiles y desafiantes. Luego se retiraban y lo llevaban de vuelta al Cristo al cerro en medio de antorchas y faroles encendidos con velas de cebo, dando un aspecto patético a la procesión. Era un rito áspero, rebelde, primitivo, fermentado en un reniego de insurgencia masiva, como si el ánimo del gentío se encrespara al olor de la sangre del sacrificio y estallara en un clamor que no se sabía a ciencia cierta si era de angustia o de esperanza o de resentimiento. Esto les valió a los itapeños el tilde de fanáticos y herejes.
La gente de ese tiempo seguía yendo al cerro año tras año a desclavar al Cristo para pasearlo por el pueblo como a una víctima a quien debían vengar y no como a un Dios que había muerto por los hombres. Creían que si era Dios no podía morir y que si era hombre se había desangrado inútilmente sobre sus cabezas sin redimirlos, porque las cosas sólo cambiaron para peor.
El origen del Cristo del cerro había despertado en ellos una extraña creencia: él era harapiento como ellos y también era burlado, escarnecido y muerto como ellos desde que el mundo era mundo. Ellos tenían una fe insurrecta e invertida. Posiblemente a quien querían desagraviar o justificar era a una persona enferma de lepra que se internó en el monte para nunca más regresar al pueblo, llamado Gaspar Mora, cuya verdadera historia la conocía Macario, un pobre viejo esquelético y bajito, hijo de uno de los esclavos del Dr. Francia, de quien los chicos del pueblo se burlaban viéndolo pasar y llamándolo pitogüé, bicho feo karaí tuyá colí y cosas por el estilo, pero este pobre hombre no se inmutaba.
No todos los chicos se burlaban de él, otros lo seguían para escuchar sus relatos y sucesos. Sus relatos eran maravillosos y vivenciales. Lo tenían como la memoria viviente del pueblo, conste que decían que no había nacido allí y que era hijo de afuera del mismísimo Dr. Francia, registrado en el libro del Crisma con ese mismo apellido.
Macario había nacido algunos años después de establecerse la Dictadura Perpetua. El papá de Macario se llamaba Pilar Francia, un esclavo liberado por el Dictador, y que hacía de ayudante de cámara del mismo. Macario siempre hablaba en guaraní y decía que el hombre era como un río, que tenía barrancos y costas, que nacía y desembocaba en otro río y además que el río malo era aquel que desembocaba en un pantano.
Macario contaba que su taitá probaba la comida del Karaí Guazú o el Supremo, refiriéndose al Dr. Francia, para ver si estaba envenenada. Este le apreciaba muchísimo a Pilar pero aún así lo trataba con mucha dureza. El día en que Karaí Guazú enfermó, él mismo acompañó a su padre hasta Itapúa y Candelaria para traer remedios de un médico francés prisionero en Santa Ana. Cuando el Karaí Guazú se curó el taita se puso muy alegre, pero su alegría duró poco, pues esa tarde al llegar Macario terminó para él su alegría.
Contaba sobre lo sucedido esa tarde con tristeza y amargura. Cuando el Karaí Guazú se repuso de su enfermedad y acabando de salir a dar su primer paseo, Macario no pudo contener el impulso de tomar la moneda que estaba sobre la mesa. Al agarrarla sintió un fuerte calor y olor a carne quemada, tiró la moneda y se escondió. Cuando volvió el Supremo le pidió que le mostrara la palma de la mano. Cuando la miró le mandó a su padre que le diera cincuenta palos y él lo hizo con mucho dolor. Al terminar, por la rabia, pateó al perro predilecto. Cuando el Supremo lo vio mandó que le dieran cien palos con la misma vara con que había pegado a Macario. El viejo quedó como loco y un buen día insultó a un guardia y el Karaí lo mando ejecutar. Sus doce hijos fueron confinados a distintos puntos del país. Macario fue para Itapé con su hermana María Candé, madre de Gaspar.
Años después de la guerra grande María Candé enfermó mal y Macario tuvo que ir hasta Santa Ana a buscar al médico francés, pero éste había fallecido en raras circunstancias. Macario contaba cómo combatió en la guerra grande y que hasta la propia Madama lo había curado de sus heridas. Macario nunca hablaba de su sobrino Gaspar salvo cuando se volvió caduco. Otra persona sabía también la historia de Macario, la chipera María Rosa, pero ella nunca habló.
Eso fue en la época del cometa Halley.
Los mellizos Goiburú, unos chicos traviesos y experimentados en cosas de mujeres, nunca creían en los relatos de Macario y siempre se mofaban de él, como si sintieran rencor hacia el pobre viejo y hasta de Gaspar.
El padre de los mellizos Goiburú era enemigo declarado de estas personas y esto lo transmitía a sus hijos que eran irrespetuosos con todos. Los demás chicos del pueblo le tenían mucho aprecio a Gaspar y no permitían que los mellizos Goiburú lo insultaran.
Un buen día un hachero comentó que escuchó una música suave y bella en el monte y empezó a guiarse por el sonido de la guitarra hasta llegar al rancho y descubrir a Gaspar a quien juró que nunca descubriría su escondite. La gente del pueblo se enteró e iba en procesión hasta el rancho a escuchar su música, pero él se escondía. Hasta María Rosa le llevaba siempre chipá y otras cosas y él no aparecía. Esto duró mucho tiempo. Cuando Gaspar murió lo enterraron allí nomás.
Cuando fueron a quemar el rancho se encontraron con que éste ya tenía otro ocupante, era un Cristo tallado en madera que acompañó siempre a Gaspar. Este Cristo trajo caos al lugar. Macario y otros lo llevaron en andas hasta la iglesia y allí esperaron a que llegara el cura, que iba cada domingo al pueblo a dar misa. Cuando éste llegó se opuso a que entrara el templo apoyado por el padre de los mellizos Goiburú. Cuando el cura vio que se formaron dos bandos y que pelearían, se impuso pidiendo orden y cambiando de parecer, diciendo que entraría a la iglesia pero después de pedir permiso a la curia. A escondidas pidió al campanero que quemara la imagen sin que nadie se enterara y con ayude de los policías. Macario se enteró de esto y con los suyos llevó de vuelta al Cristo al cerro, y es ésta la misma procesión que año tras año repiten los lugareños.
Macario murió de viejo y el campanero se suicidó arrepentido.
Capítulo 2. - Madera y carne.
Roa Bastos nos narra las costumbres y padeceres de un pueblo, Sapucai que había sido fundado en el mismo año del cometa Halley y que lleva sobre sí la carga enorme de un destino desesperante. Nos cuenta de una terrible explosión que dejó un saldo de más o menos dos mil personas, mujeres, hombres y niños.
Describe destrozos, muerte, miseria, desaliento de un pueblo que hasta en la alborada es triste ya que van a la capuera a trabajar hasta los niños dejando en un silencio letal al pueblo y algún que otro sonido de mortero de alguna casa importante y el chirriar de alguna roldana buscando agua.
Nos presenta a un personaje que otrora fue admirado y querido y que con el tiempo y la desgracia pasó a ser una sombra más en el triste paraje: el doctor, a quien acompañaba siempre un perro cansino y fiel.
María Regalada, mujer de pueblo, ve pasar al doctor y al perro como si no los viera. Recorrían legua y media desde su casa, en el monte en cuyo alrededor creó el leprocomio, hasta el almacén de don Matías Sosa. Ida y vuelta pasando por el cementerio en cuya cercanía está el rancho de dicha mujer.
El doctor había desaparecido sin que nadie sepa cómo. Sólo el perro hambriento hacía el mismo recorrido todos los días y los pueblerinos lo saludaban con un "hola doctor", sin ningún tono de burla.
Don Matías atiende al perro como si fuera el mismo doctor, conversa, ríe o hecha alguna broma con el canino, pero cuando está de mal humor a veces hasta le da un puntapié y lo hecha de ahí. Los pueblerinos le echan cosas en broma en la canasta que siempre lleva en la boca. No ladra ni se molesta, sólo se acurruca a dormir a la puerta de la casa vacía y muy de vez en cuando lanza un aullido que más que aullido parece un pequeño soplo cansino y lastimero.
María Regalada es la única que a veces lo espera en el camino y le hace algún que otro mimo como para apaciguar los golpes y burlas. Esta mujer, pese a su gravidez, sigue trabajando en la chacra, cocina para los leprosos, hace la limpieza del rancho, tareas que ella misma se ha impuesto.
El doctor llegó a Sapucai de una forma extraña. Algunos decían que quiso robar al hijo de un pasajero. Lo llevaron al calabozo por unos días y luego lo soltaron pero él no se fue de allí. Se hospedó en una pieza en la casa de Ña Solé Chamorro. No hablaba con nadie, ni siquiera con la vieja gorda chismosa. Todo el tiempo se pasaba encerrado y salía solamente para ir al almacén de don Matías, a tomar caña, pero siempre en silencio.
Cuando se le terminó la plata dejó de ir al almacén, dormía bajo los árboles o en el corredor de la iglesia cuyo párroco, el paí Benítez, lo protegió ahí gracias a que compuso una marcha, "la del reloj cangrejo", en contra de las damas de la comisión parroquial. Cada vez enflaquecía más, sus ropas se volvieron harapos y las botas las cambió por alpargatas, le crecieron la barba y el rubio pelo.
Algo se supo del forastero. Entre comentarios de Ña Solé, don Matías, Anastasio Galván, Altamirano y el jefe político, sacaron en limpio que era un inmigrante ruso cuyo nombre era Alexis Dubrosky. Empezaron a citar los ajusticiamientos de los últimos zares en Rusiay a recordar aquel nefasto día del primero de marzo de 1912, plena revolución de los leales contra las ligas agrarias, de cómo el comando de Paraguarí mandó una locomotora cargada de dinamita al encuentro del tren rebelde. La masacre y persecución de los sobrevivientes insurrectos y sus parientes. El forastero desapareció por un tiempo, luego llegó la noticia de que estaba construyendo su rancho en el monte entre Costa Dulce y la olería.
Un día sucedió algo que haría que la gente de Sapucai lo viera al ruso con otros ojos. Mientras el gringo pasaba frente al cementerio, vio que María Regalada se torcía de dolor entre las cruces, corrió, la cargó y la depositó sobre la mesa en la casa del sepulturero Taní Cáceres, calentó agua, afiló un cuchillo y le abrió el vientre a la muchacha ente la mirada atónita del hombre. Salvó a la chica y el sepulturero se dedicó a propalar la noticia por todo el pueblo. Muy pronto el doctor empezó a sanar a los pueblerinos. Fue así que un paciente, un tropero, le regaló al perro como pago a su cura.
Desde las compañías más distantes venían a que el doctor les cure y hasta las damas de la comisión parroquial se hacían atender por él, dejando atrás sus anteriores comentarios.
Después de que curara a María Regalada, ésta siempre le llevaba una olla de locro para él y su perro. Cuando el sepulturero murió, el doctor no le pudo salvar del vómito negro, María Regalada ocupó el lugar del padre.
Una tarde, al pasar frente al rancho del doctor, María Regalada oyó un ruido como el de un cuerpo que cae, fue a espiar y vio al doctor arrodillado, recogiendo monedas de oro del piso, a sus pies estaba la imagen de San Ignacio. Nadie supo de esto, pero desde entonces el doctor no abrió más su puerta a los pueblerinos. Luego empezó a atender a la gente en un pequeño cuarto del fondo. No aceptaba las monedas por paga de sus pacientes, pero sí les exigía que le pagaran con tallas, las más antiguas que tuviesen en la familia. Todos en el pueblo pensaban que el doctor se había vuelto místico, hasta parecido con San Roque le encontraban.
Comenzó a ir de nuevo al boliche, bebía hasta salir del mismo dando tumbos. Empezó a atender sólo a quien le llevaba una imagen y se decepcionaba si la talla no tenía el peso suficiente. Anduvo así borracho por unos meses y luego desapareció. Un día María Regalada llegó al rancho, entró y encontró a todos los santos degollados, menos al San Ignacio. No quiso tocarlos y tampoco entendía qué pasó con ellos y quizás nunca lo sepa. Siempre se pasaba limpiando el rancho, acariciando al perro y atendiendo su cementerio.
Capítulo 3. - Estaciones.
Toda la mañana quise meter mis ásperos pies en mi primer par de zapatos. Me lavé tres veces, me puse cenizas y no había caso. Luego vino Rufina, me llenó los pies de almidón y ellos entraron suavemente en el reluciente par de zapatos.
Después de medio día fuimos mis hermanos, mis padres y hasta Rufina, llevando el canasto de comidas, hasta la estación. Yo debía ir a estudiar a la capital.
Mi madre se preocupaba por mi decisión de seguir la carrera militar y mi padre la calmaba diciéndole que ser militar era el futuro. Me atraía enormemente el uniforme azul y oro reluciente. Debía ir a la capital, desconocida por mí, a terminar la escuela para poder seguir la carrera.
En el andén nos esperaba Damiana Dávalos con su hijo. Las chipera paseaban por los andenes esperando el tren para ofrecer su mercadería. Entre ellas estaba la ida María Rosa con su hija a cuestas y un gran canasto vacío.
Los mellizos Goiburú miraban mis zapatos disimuladamente y burlándose como siempre de mí. Yo me hacía el desentendido pero a la vez sentía tener que ir del pueblo a buscar nuevos horizontes, prefería quedarme con ellos a compartir, me sentía un desertor. En eso veo a la Lágrima González del brazo de Esperancita Goiburú, hermana de los mellizos. Calmo mi tristeza, me doy vuelta y en mente recuerdo las hermosas facciones de Lágrima. En eso llega el tren a la estación. Corrimos hacia los coches de segunda clase y mi madre le recomienda a Damiana que me cuide. Mi padre me sube al tren y yo me despido de mis hermanas Edelmira y Coca y a la vez busco con la mirada a Lágrima y Esperancita. Las muy mal educadas se reían.
El tren arranca y vamos dejando cada vez más lejos a la estación y la gente, hasta desaparecer. Miro pasar por mi ventana postes de telégrafo, las casas, las últimas calles del pueblo. Cuando me levanté veo de cerca el cerro y al Cristo leproso mirándonos pasar. Lo último que vi fue la cruz de Macario Francia a los pies del cerro. "El hombre, mis hijos, tiene dos nacimientos… uno al nacer y el otro al morir".
Al desaparecer el pueblo, el cerro, me fijé en el pasajero de enfrente, era rubio, delgado, con ropas y botas gastadas, me pareció que al pasar frente al Cristo se santiguó. Al costado otros hombres narraban la historia del Cristo pero la contaban de forma distinta como si no la supieran y siguieron haciendo comentarios sobre la pasada revolución, sobre el daño que les ocasionó y de cómo se zafaron de ella algunos, para no tomar partido.
Llegamos a Borja, los cuatro hombres merendaron y a mí se me hacía agua la boca. Damiana olvidó nuestra canasta de avío. No quise molestarla pues quería que sepa que era yo el que la cuidaría a ella y no ella a mí. El gringo dormía y a veces se despertaba y nos miraba con una mirada que yo no entendía.
El hijo enfermo de Damiana chilló y ella lo amamantó. Entonces una vieja sentada a su lado le preguntó si qué tenía su niño, a lo que ella dijo que no sabía y que lo llevaba a un médico en Asunción. La vieja le recomendó que hiciera y le diera al niño tales o cuales cosas y yuyos a lo que Damiana contestó que ya lo había hecho y le comentó a la vieja que no sólo por el chico va a Asunción sino que para visitar a su marido que fue preso por los cívicos.
Pasaban una estación tras otra, todas iguales. En una de ellas subió una pareja muy joven. Parecían muy enamorados, como recién casados.
Con el sueño, el calor y el polvo nos apretábamos en nuestros asientos. El gringo extendía la mano y acariciaba al niño de Damiana y éste dejó de chillar e incomodarse. Estábamos llegando a Sapucai. Allí están los restos de la revolución gritó uno de ellos y eso me hizo despertar y en eso sentí los alaridos de Damiana: "alguien me quiso robar mi niño". Llega el gringo con el niño en sus brazos, los hombres se abalanzan sobre él y lo tiran del tren y luego le arrojan sus pertenencias y allí el gringo de rodillas y ensangrentado sobre el andén.
Me gustaba la idea de quedarnos a pernoctar en Sapucai. Hacía calor y los de segunda nos acurrucamos sobre unos bultos para dormir. Sin darme cuenta me encontré mamando del seno de Damiana. Ella no me sentía y chupé hasta terminar. Me acordé de la Lágrima González y luego me quedé dormido. Nos despertó la pitada del tren, yo perdí un lado del zapato, pero lo mismo subí al tren.
Nada recuerdo tan bien como la llegada a Asunción. El gentío me apretujaba contra los pilares. Damiana, medio mareada, se me agarraba del brazo. Nos costó salir a los pasillos. Vimos las casas amplias, los jazmines florecidos, las calles empedradas, los carruajes tirados por caballos. Enfrente había una plaza llena de árboles y unas canillas que lanzaban chorritos de agua. Me tiré a beberla y vi algo muy extraño: una mujer alta y blanca, de pie sobre una escalinata, comiendo pájaros. Se me antojó sentir el crujir de sus huesitos.
Capítulo 4. - Éxodo.
En aquella época, después de la guerra grande, bajo la presidencia de Rivarola, existía una ley promulgada por él mismo que decía: "Por la prosperidad y progreso de los beneficiadores de yerba y otros ramos de la industria nacional …", y el artículo tercero que decía textualmente "El peón que abandone su trabajo sin el consentimiento expreso de una constancia firmada por el patrón o capataz del establecimiento será conducido preso al establecimiento, si así lo pidieren éstos, cargándose en cuanta del peón los gastos de remisión y demás que por tal estado originó".
En Tacurú Pucú, en pleno Alto Paraná, esta ley se cumplía a cabalidad y eran muy pocas las personas que se arriesgaban a hacerlo. Lo único que de allí salía eran los versos compuestos para guitarra que hablaban de los mensú, hombres, mujeres y niños enterrados vivos en las catacumbas de los yerbales.
Casiano Jara y Natividad, recién casados, oriundos de Sapucai, subieron al tren en Villarrica. Casiano estaba en el convoy rebelde que se dirigía a la capital y Nati en medio de la gente que iba a la estación a despedirlo. Allí se enteraron que se necesitaba gente para los yerbales de la Industrial en Tacurú Pucú. Se alistaron para ir sin hacer caso a lo que decían algunos "es la cimbra de la rafla", no hay que ir.
Con la plata que recibieron por adelantado se compraron ropas y perfumes, parecían otros. Fueron a comer en una fonda, sin imaginarse que tal vez sería lo último que comieran.
A la mañana siguiente a primera hora se alistaron y partieron, tardaron menos de una semana en llegar. Penetraron en la selva, se encontraron con el río Monday, no les permitieron bañarse porque los capataces estaban apurados. Con el trajín del viaje las ropas de las personas ya estaban como viejas debido a los arañazos de ramas y picaduras de bichos. Algunos hombres quedaron por el camino debido a estas picaduras, los capataces los mataban a tiros y los dejaban allí. Casiano y Nati estaban aterrados y él prometió que sólo estarían allí muy poco tiempo.
El yerbal era inmenso y lo dirigía Aguileo Coronel, en compañía del comisario Juan Cruz Chaparro. Al otro lado del Paraná estaban los yerbales de las misiones argentinas. Coronel rechazaba las cargas que no tenían ocho arrobas justas y premiaba a los que traían más de ocho, a pesar de que no se anotaba en las planillas. Todos pasaban por el teyú ruguái de Chaparro y según antojo de éste vivían, si así se podía llamar el padecimiento que todos sufrían. Él mataba sin piedad.
Al principio Nati y Casiano no la pasaron tan mal. Ella trabajaba en el pueblo para unos brasileños, los Silveira, que la trataban como de la familia. Casiano pasó a canchar la yerba en una de las barracas y frecuentemente lo mandaban a ocupar el cargo del urú, que consistía en vigilar la boca del horno cuidando la quemazón. Esto duró un año.
Al comienzo del siguiente verano llegó al Alto Paraná uno de los dueños de las tierras, míster Thomas. Nadie de la peonada lo conocía. Desde ese momento empezaron los cambios. Silveira debía dejar todo y se oponía a partir, un buen día mientras cerraba su boliche lo mataron. Con esto Nati pasó a trabajar a la proveeduría y un buen día descubrió que estaba embarazada. Le comenta a Casiano quien le propone que había que pelear por él y que si es hombre lo llamarían Cristóbal como su abuelo, un anciano de barba blanca que fundó Sapucai.
En el pueblo quedaron sólo una pocas mujeres viejas o viudas que se dedicaban a la prostitución. Nati se unió a ellas. Muy pronto Chaparro se fijó en ella, pero se propuso poseerla con mucha paciencia.
A Casiano lo mandaron a acarrear leña, el trabajo más pesado de los yerbales. No podía venir todas las noches a pasar con su esposa y ésta quedó sola. Ella sabía la causa del cambio, él no lo sospechaba aún. Un día Chaparro se topa en el monte con Casiano y le pide que le venda por 300 patacones a su mujer. Casiano no acepta. Cuando llega a su casa le propone a Nati escapar. La obsesión de la fuga se apoderó de ellos. Les ofrecieron a otros la escapada pero nadie aceptó. Ellos solos planearon minuciosamente la misma. La oportunidad llegó cuando Aquileo Coronel bajó a Villa Encarnación y Juan Cruz Chaparro fue a Foz de Yguazú. Escaparon esa misma noche.
Al amanecer el capataz notó la ausencia de Casiano y lo buscaron. Los encontraron a él y a Nati quien se revolcaba en el dolor del parto. No había rastros de fuga y los capangas pensaron que fueron al bosque para que naciera el hijo de Nati. Llegó una carreta y en ésta ella tuvo a su hijo ¡un varón!, Cristóbal. A Casiano lo metieron preso por las dudas hasta que llegara el administrador. Se salvó de la muerte gracias al cura. Ese mismo día escaparon bajo la lluvia con el bebé a cuestas.
Todo se torna un caos, salen los capangas a buscarlos en distintas direcciones acompañados de flacos perros. Mientras los fugitivos pasan las de Caín tratando de huir de allí, con miedo que a veces los hacía quedar paralizados. Después de dos días y una noche de caminar, bajo penurias, llegan a orillas del Monday. Al amanecer encuentran a un carretero que los lleva a Itacurubí, según entendió Nati. Luego de cuatro días de andar llegaron al valle de Sapucai.
Capítulo 5. - Hogar.
Luego de tanto traqueteo en el camino de tierra llegamos cerca del leprosario. Allí lo saludaban "adiós Kiritó", pero Cristóbal Jara sólo levantaba la mano en señal de saludo. Le pregunto quiénes son y él no me responde. Al pasar el cementerio ve a María Regalada, a quien saluda. Al fin el camión para ante un rancho en medio de una limpiada de cocoteros. El hombre hablaba poco, traté de sacarle alguna cosa ya que yo sabía muy poco de él.
No se pudo avanzar más pues lo impedía el caañabé. Seguimos caminando con el guía y ya me sentía desorientado. Yo conocía un poco de la historia del famoso vagón de los rebeldes.
Llegamos a la picada. Yo me detuve un momento tratando de orientarme. Pregunté al guía dónde estaba la estación vieja y me lo indicó. En ese momento recordé el episodio con la Damiana Dávalos.
Nadie olvidó lo que pasó el 12, cuando el levantamiento de las ligas agrarias trajo consigo la destrucción de Sapucai.
A los dos años de volver de los yerbales Casiano y Nati tomaron ese vagón como casa y allí siguió Cristóbal Jara. Divisé el nombre de Casiano Amoité, 1ª Compañía, Batalla de Asunción, escrita sobre la madera con la punta de un cuchillo. Este fue un combatiente que murió pensando en una gran batalla que jamás se libraría.
De pronto Cristóbal me dice que "ellos" me esperan. Era una cincuentena de hombres que esperaban en semicírculo entre los yuyos. Se presenta como Silvestre Aquino y me presenta a sus compañeros. Le pidieron a Cristóbal que me llevara hasta ahí para que yo los ayude. Sabían todo sobre mí, que era militar, que me sublevé y que me destinaron a Sapucai. Querían que yo sea la cabeza de ese grupo de hombres. Yo les contesté que estaba vigilado por la policía, pero me dijeron que yo podía ir por allí de tanto en tanto y que Cristóbal me llevaría. Eso no levantaría sospechas. Les dije que lo pensaría y sabía que tarde o temprano lo aceptaría.
Me volví a la pensión con Cristóbal.
Capítulo 6 - Fiesta.
El pequeño abría el pesado portón del cementerio. Desde su rancho, su madre le hace una seña y el chico simulando trabajar se dirige a un lugar bien apartado del campo santo y le ofrece comida a un hombre que se hallaba tirado entre las cruces, era Kiritó. Éste le increpa al niño por llevarle comida pues le podían seguir hasta allí y comprometerla más a la madre.
Averiguó sobre algunos prisioneros rebeldes del pueblo. El chico le cuenta que quemaron su casa, el vagón, que no lo buscan más por el pueblo pero sí en el monte. Le comenta también que la Municipalidad organizaba un baile. Kiritó le pide al chico que su madre le mande ropa para ir al baile de los soldados y éste se asusta.
En la comisaría lo tienen al Teniente Vera prisionero, preguntándole sobre el levantamiento, éste dice no saber nada al respecto. Ellos se enteraron de la montonera una noche en que el Teniente Vera estaba borracho y contó.
La persecución seguía. Tres días atrás habían capturado al último grupo de rebeldes. En ese entonces no habían ni colorados ni liberales, sólo los paquetes y los descalzos. Metieron a los prisioneros en el vagón todos apretujados y seguían buscando a Kiritó.
María Regalada buscó en el rancho del doctor ropas que le pudieran servir a Kiritó para ir a la fiesta. La fiesta había empezado y todos estaban muy contentos, menos el Capitán Mareco, el homenajeado
El patrón de Kiritó, dueño de la olería descubre a éste y a la sepulturera bailando en el patio y corre a contarle al Capitán Mareco. Era después de la medianoche. Cuando el Capitán se entera va rápidamente al patio y ve a los leprosos bailando ridículamente una polca. La gente se dispersa pues no quiere contacto con ellos. Luego el grupo se retira del baile lentamente y en medio de ellos lo hacen Cristóbal y María Regalada.
Capítulo 7. - Destinados.
Corre el año 1932, para ser precisos, el 1º de enero. Plano año nuevo en la prisión militar de Peña Hermosa. El mes anterior llegó Facundo Medina, dirigente universitario a quien lo llaman el Zurdo por sus ideas comunistas. Los presos civiles eran seis. Yo, sentado en un rincón observo todo, dejé la caña después de lo ocurrido en Sapucai.
6 de enero. Encuentro en mis alpargatas un extraño regalo de reyes: una culebra muerta. También revisaron mi paquete de libros que había recibido un más atrás y que aún no abrí. Hacen esto para humillarme.
El Zurdo me había dicho el día anterior que no sea un milico encallado, siempre hay en uno mismo algo viejo que muere y algo nuevo que nace. Le dicen al Zurdo que en vano se acerca a mí, puesto que yo no iba a colaborar con su revolución.
10 de enero. Día domingo. Hoy desempaqué los libros que me había mandado mi familia, algunos diarios atrasados de Asunción haciendo alusión al ametrallamiento de unos estudiantes. Hablaban de que unos estudiantes pretendieron asesinar al presidente y sus ministros y que la guardia del Palacio se vio forzada a disparar. Puse el diario sobre el catre del Zurdo.
17 de enero. Llovió toda la tarde y no pudimos salir de la cuadra. Tirado en mi catre intento leer las cínicas y desgarradoras confesiones de Fidel Maíz, hombre sometido a la voluntad del Mariscal López. López y Maíz son tal para cual, uno llevó a su pueblo al suicidio colectivo con el consentimiento mudo de Maíz. Me parece escuchar su voz allá en Sapucai, cuando no permitió entrar al tempo a Gaspar Mora.
18 de enero. Un día como cualquiera. Dos hombres, Miño y Noguera, se tomaron a trompadas durante el desayuno y fueron al calabozo por diez días.
21 de enero. La figura de Fidel Maíz se me presenta a cada rato.
22 de enero. No me sale de la cabeza la imagen de Fidel Maíz. Trato de recordar una frase de San Agustín que mi padre siempre repetía pero no me acuerdo. Un fiscal expone los fundamentos de la justicia humana. Decía que alguien debería escribir la historia de gente como Fidel Maíz, porque llegaría un día en que otros fiscales se arrogarían el derecho de juzgar y condenar a este pueblo como si estuviera compuesto enteramente por cretinos y bastardos.
3 de febrero. Llegó la lancha de correo, yo no escribo ni recibo cartas. Le compré una liña de pescar y un anzuelo al lanchero y escuché que comentaba de nuevos disturbios en Asunción.
5 de febrero. Pesqué un carimbatá. Algunos comieron el pescado asado. De vez en cuando me ataca mi viejo paludismo.
7 de febrero. Alguien llevó y usó en el baño la hoja de un diario recién llegado. Puede leerse alguna parte sobre la aparición de una mujer que dice llamarse la Profetisa de Cerro Verde, en Sapucai. Predica en guaraní y con los brazos cruzados y al atardecer desaparece y no se la encuentra por ningún lado. Va gente de todas partes a verla.
8 de febrero. Trato de encontrar quién ha quedado con la foto publicada en diario de la Profetisa. Sospecho del Zurdo y acierto.
9 de febrero. No sé qué me llevó a escribir esto, no pretendo tener un diario, vieja costumbre esta de escribir, la del hijo pródigo regresando al hogar que ya no existe.
20 de febrero. Jiménez intentó escapar. Fue en vano, sólo consiguió 30 días de calabozo.
29 de febrero. Jiménez amaneció muerto, no pudo con la fiebre. Lo enterraron en un cajón de embalaje bajo tierra dura.
20 de marzo. Llegó el nuevo comandante. Era el capitán Quiñónez. Fue compañero mío en el Colegio Militar, unos años más adelantado que yo. Luego fuimos oficiales de planta y amigos, hasta nos tuteábamos. Claro, ahora él se hace el desentendido. Era un hombre respetuoso de los reglamentos.
23 de marzo. Se reabren las declaraciones, el Zurdo muy excitado expresa que el Teniente Jiménez es una víctima del régimen penal de nuestro país, esto le valió varios días de calabozo. Ahora los presos civiles ocupan otro lugar, por orden del Capitán Quiñónez, éste luego me mandó llamar, me habló como jefe, no como amigo. Me recordó que fui injustamente sentenciado en el Colegio Militar y quiso saber sobre lo de Sapucai. Callé, luego le dije que asumía la pena.
27 de abril. Quiñónez impuso su sistema. Algunos hablan de un plan para escapar y todos se cuidan de mí.
14 de mayo. Conmemoración del aniversario de la Independencia. El cura que fue a realizar misa y confesarnos me recordó al Paí Maíz. Como su antítesis.
13 de junio. Día de mi cumpleaños. Recibo una foto de mis padres con dedicatoria. Me resulta insoportable la memoria de una infancia feliz.
17 de junio. En la formación de la retreta Quiñónez me comunica la caída del Fortín Pitiantuta en manos de los bolivianos. Todos comentamos el acontecimiento. Unos gritaban que iríamos todos a pelear y que nuestro patriotismo tendría olor a petróleo.
3 de agosto. Cuando la idea de la fuga empezó a decaer vino la orden de indulto y traslado para todos. Se decreta movilización general. Cayó Fortín Boquerón. Nos mandan al Chaco. Quiñónez me trata de nuevo como a camarada.
5 de agosto. Llegó una lancha para trasladarnos. Sentado en popa contemplé cómo se alejaba el islote.
13 de agosto. Al Km 145 llegamos a la medianoche en el ferrocarril de Puerto Casado y de allí en un destartalado vehículo hasta el frente. En el trayecto escribo estas notas en las paradas. Al amanecer llegamos a Isla Poí.
14 de agosto. Los hombres del penal nos dispersamos. A mí me destinan al regimiento X en formación.
20 de agosto. Desde hoy tengo al soldado Niño Nacimiento González (Pesebre) como asistente. Me enteré que era hijo de Lágrima González, Pesebre pudo ser hijo mío, pero él no lo sabe.
25 de agosto. Apareció sobrevolando la zona la aviación enemiga. Se construyen refugios contra las "tucas".
31 de agosto. Mientras daba instrucciones a los reclutas, pasó un camión aguatero. El camión ladrillero de Sapucai y en el volante iba Cristóbal Jara. Sin darme cuenta me herí con mi fusil.
1º de setiembre. En el hospital de campaña me atiende una joven médica, era el primer herido de la doctora Monzón.
3 de setiembre. Durante la curación la doctora se mostró un poco más amable.
4 de setiembre. Después de la fajina y hasta muy tarde todos, desde oficiales hasta el último soldado se dedican a escribir a sus respectivas madrinas.
5 de setiembre. El comandante en jefe nos quería saludar a todos personalmente y nos reunimos en el casino. Este estaba repleto. Próximamente iniciaríamos la conquista del Chaco. Oh, utopía.
7 de setiembre. Cinco mil hombres formamos parte de nuestro regimiento cuyo objetivo era retomar Boquerón. Partiríamos a la mañana siguiente.
9 de setiembre (frente a Boquerón). Nuestra lucha fue sangrienta, no logramos localizar el reducto que estaba escondido en el monte. No tenemos agua y el anochecer nos ha vencido.
10 de setiembre. El comando nos ordena rodear al enemigo. El enemigo recibe hielo lanzado en paracaídas. El ejército boliviano cuida a los suyos. Uno de estos hielos cayó cerca de nosotros y nos dimos un festín.
11 de setiembre. Hace un calor sofocante. La sed (la muerte blanca) trajina entre nosotros. Al anochecer Pesebre se apareció en la línea, nos anduvo buscando hasta que nos encontró.
12 de setiembre. Las deserciones y el cuatreraje de agua disminuyeron, nuestras líneas se han estabilizado. La disciplinase restablece poco a poco. Los desertores, cuatreros y auto heridos son fusilados sumariamente.
13 de setiembre. En el patrullaje de reconocimiento la vía de acceso más importante al reducto, Yujra, ha sido interceptada pero los bolivianos cuidaban muy bien la parte de atrás de Boquerón.
14 de setiembre. El comandante del batallón muere junto a mí y yo ocupo su lugar.
15 de setiembre. Los aviones bolivianos lanzan medicamentos y víveres a sus soldados, pero caen en nuestras líneas.
16 de setiembre. El comando ordena atacar por la espalda. A mi batallón le toca atacar por la izquierda.
17 de setiembre. La batalla de Boquerón ni siguiera parece que fuera a terminar.
18 de setiembre. Al amanecer interceptamos un destacamento enemigo. Tuvimos cinco bajas, el enemigo se retiró y esto nos dio tiempo para reorganizarnos.
19 de setiembre. No regresaron las patrullas. Nueva reunión de oficiales. Después de la reunión organizamos la defensa del cañadón en dos frentes, en los extremos hemos armado exclusas para atrapar prisioneros.
20 de setiembre. Me han construido un refugio al pie de un samuhú. Desde allí disfruto de una visión de conjunto del polvoriento anfiteatro. Siguen los bombardeos hacia el norte.
21 de setiembre. El enemigo ha vuelto a atacar, dejándonos unos pocos muertos y un buen puñado de prisioneros.
22 de setiembre. El sol nos mata, no hay sombra ni agua, algunos mastican la tuna para sorber su jugo. Nos acecha el hambre.
23 de setiembre. Se olvidaron de nosotros hasta los mismos enemigos. Ya no habrá otra patrulla, hemos perdido toda esperanza de que llegue un camión aguador.
25 de setiembre. Nuestras armas y cosas se hallan esparcidas en todas partes. Me zumban los oídos, se me hincha la lengua. Me comienzan las alucinaciones.
26 de setiembre. Ya debe haber poca diferencia entre vivos y muertos. Al principio enterramos los cadáveres, ahora se encuentran todos esparcidos por ahí. Hoy amanecieron tres más. Las moscas aparecen a montones.
27 de setiembre. Soy aún el jefe del destacamento, debo velar hasta el fin por la suerte de mis hombres. Cada vez me resulta más pesado escribir.
28 de setiembre. Esta muerte blanca es una ramera blanca insaciable. No hay castidad que valga contra ella. Tuve que matar a Pesebre por pedido suyo para no sufrir, estaba agonizando.
29 de setiembre. ¡Qué difícil es morir! Esta es la agonía del infierno, no aguanto más. De repente escucho el ruido de un camión cada vez más próximo. El camión apareció en la boca de la picada. La muerte está tentándome una vez más.
Capítulo 8. – Misión.
En el pequeño despacho del jefe había un ruido infernal.
¿Por qué no vino pronto? preguntó el jefe al caminero Aquino que acababa de llegar. El jefe le explica que necesita un solo camión de agua con urgencia y un chofer experimentado para mandar al frente. El hombre le recomienda a Cristóbal jara, compueblano suyo, que no le iba a decepcionar.
Los camiones estaban alineados cargando agua en sus tanques, eran como diez al borde de la laguna. Al final de la hilera había un Ford pequeño y maltrecho. En la patente se leía Sapucai – 1931. Un hombre delgado estaba cargando. Se acercó el sargento y le dijo: Cabo Jara, preséntese al comandante. El hombre bajó y se fue a la comandancia.
El jefe marcaba con un lápiz rojo la zona del cañadón, indicándole al Cabo Jara a dónde debería ir. ¿Se anima a ir? le preguntó el jefe a Jara y éste respondió que sí.
La enfermera Salu’í se ofrecía a acompañar a Jara y él la rechazó. Se llamaba María Encarnación. Antes de ir a la guerra era muy frecuentada en su humilde choza de pueblo por los hombres, ellos la bautizaron Salu’í. El se iba y la dejaba sola.
El convoy de aguateros se puso en marcha, Silvestre Aquino iba a la cabeza, costeando la laguna, buscando la boca de entrada del Camino Viejo. La picada se cerró sobre ellos y la marcha se hizo más lenta y fatigosa. Acompañaban a Jara Gamarra, Rivas y Argüello, todos compueblanos suyos.
A medida que avanzaban la tierra se tornaba más seca.
Al entrar en un cañadón liso y ancho como un lago Aquino paró el camión. Hacia él avanzaba una figura pequeña con los brazos en alto, era Salu’í. Pidió permiso a Aquino para subir y continuaron la marcha.
A la media mañana los camiones llegaron a otro cañadón, faltaba el camión de Jara. En eso aparecieron los aviones enemigos que dispararon. Un camión cayó y el de enfermería quedó estancado en la arena con una bomba sin estalla abajo. Salu’í salió corriendo, recogió todo lo que podía y trajo al camión de Aquino el hospital. Éste la increpó duramente.
Cada tanto los aviones venían y volaban bajo, de manera que los camiones aguateros no podían avanzar.
Al atardecer los camiones esperaban la orden de partida. Jara va llegando en el momento en que querían sacar la bomba de abajo del camión sanitario pero este explotó. Ahí quedaron dos de su valle: Aquino y Argüello. Salu’í subió con Jara y emprendieron el viaje. Por el camino se toparon con un camión lleno de heridos y tuvieron que recular para darles paso. Otazú y Rivas deciden desertar. Cristóbal y los demás llegaron a Isla Samuhú
Los combatientes atropellaban para tomar agua, entonces Jara explica al jefe que no era agua para las líneas sino para una misión especial. Dio un poco de agua a los hombres y siguieron la marcha, acompañados por el soldado Mongelós que les mostraba la ruta. Por el camino fueron atacados por una veintena de soldados sedientos y hambrientos.
El pequeño camión quedó con las cubiertas destrozadas después del ataque. Rellenaron las cubiertas con espartillos y metieron el camión en el monte pues había caído la noche. Cristóbal y Salu’í hablaron mucho esa noche.
Al día siguiente emprendieron viaje muy lentamente. Mongelós reconocía el terreno. El camión tuvo que parar porque el espartillo se quemaba. Todo era silencio por allí. Pensaban que cayó Boquerón. En eso pasó un avión en vuelo rasante y no se percata de la presencia del camión. Jara lo pone en marcha y continúan.
Ya estamos cerca del cañadón, grita Mongelós, enseguida llegamos. Un pelotón de soldados bolí les salió al paso, disparando. Allí murieron Mongelós y Gamarra. Jara atinó a tirarla a Salu’í al bosque y él mismo se ocultó allí, quiso defender el camión y le quitaron de un tiro la mano.
Cuando los soldados se retiraron, él y Salu’í empezaron a proteger los agujeros del tanque con palitos. Jara dijo que debían continuar, pero primero pidió a Salu’í que le atara una mano al volante y la otra al cambio con un alambre. Cuando puso el camión en marcha se dio cuenta que Salu’í cayó agonizante al lado del camión, no supo qué hacer. Cuando vio que moría, continuó la marcha. Un rato después entró al cañadón y fue recibido por una ráfaga de ametralladora como disparada por un loco, siguió adelante zigzagueando y se detuvo al chocar contra un árbol. Había muerto.
Capítulo 9. – Madera quemada.
(Declaración de la celadora de la Orden Terciaria).
Señor, mi don, todo el santo día me encuentro encerrada al entero servicio de la Orden Seráfica, muchas cosas he visto en mi vida pasar y volver a pasar, así que yo no tengo nada que declarar en contra ni a favor de los sucesos sucedidos. Nada en contra de los muertos que murieron porque reventó en ellos su maldad.
Me preguntan sobre Melitón Isasi, su antecesor en la jefatura de Itapé. Cuando ustedes peleaban en el Chaco él se ocupó de remediar las desdichas de las mujeres, los niños y los viejos de Itapé. Ahora él ya murió. La desgracia cayó sobre el pueblo mucho antes de que don Melitón Isasi llegara.
Para mí, la desgracia de Itapé empezó cuando unos herejes del pueblo capitaneados por Macario Francia pusieron en la punta del cerro al Cristo del leproso Gaspar Mora y Ud. señor, que fue nacido y criado en este pueblo, sabe la historia porque yo lo recuerdo cuando era casi muchachito.
Ud. no estaba aquí cuando Melitón llegó al pueblo, pero enseguida supimos lo que iba a ocurrir. Su vicio no era mandar gente al pueblo, ni la caña, ni el juego, sino las mujeres jóvenes. Por las noches salía solo a caballo en distintas direcciones y espiaba entre las rendijas de las paredes a las jóvenes que eran ocultadas bajo la cama.
Un día un grupo de vecinos fue a protestar y muy pronto se deshizo de ellos. Lo llamaban Kurupí y a él le gustaba el mote.
Llegó con su esposa legítima, una mujer enferma y miedosa llamada Brígida de Isasi, y ésta no podía hacer nada más que sufrir calladamente. Ella amaba a su marido que era la peste del pueblo. Ella no podía salir de su casa y cuando Melitón no estaba me hacía llamar para hacerle compañía. Rezábamos el rosario y orábamos al Señor, pero nunca conseguí llevarla a la iglesia, por miedo.
Temblaba toda de miedo, yo le daba remedio y le friccionaba el cuerpo, después se quedaba dormida y poco a poco entre sueños anunciaba todo lo que iba a pasar, menos lo último que pasó en el cerrito.
Fue una noche que Melitón buscó y encontró a Juana Rosa, mujer de Crisanto Villalba, en un lugar llamado Cabeza de Agua. Él sabía que ella estaba sola en la chacra con su hijito Cuchuí que Ud. ahora protege. No se olvide que Juana Rosa era hija de María Rosa y que ésta decía ser hija de Gaspar Mora.
Juana Rosa fue con su hijo, que no tenía aún año y medio, a servir en la jefatura. Un día Juana Rosa dejó a su hijo con su madre enferma y partió al Chaco a buscar a su marido. Cuando éste volvió no la encontró.
Juana Rosa no fue la única barragana de Isasi, habían otras en el patio de la jefatura.
Melitón engatusó a la Felicita Goiburú, hermana menor de Esperancita, quien fue con un tropero quien sabe adónde. La verdad es que Felicita entró porque quiso con don Melitón y un día doña Brígida me hace llamar porque los espiaba a éstos en la jefatura. Le da un ataque y en sueños empieza a anunciar la venida de los Goiburú y la venganza a su hermana.
Al tercer año de la guerra ya se hablaba de una posible paz. Don Melitón me hizo llamar para que atendiera a Felicita y la hiciera abortar. Felicita no quería pero la convencí. Más de quince días le di de tomar todos los yuyos que conocía, al mes esta chica parecía un cadáver. Llegó Melitón trayendo carta de los mellizos Goiburú que volvían de la guerra, pronto estarían en Itapé. Sugerí que la llevara a Felicita a una partera en Borja para tener a su hijo y restablecerse allí, les di el nombre de Emerenciana Benítez y hacia allí partieron.
Pasaron y la gente pensó en un rapto. Llegaron los combatientes, bajaron todos pero los mellizos Goiburú no llegaron. Do recién llegados empezaron a bromear y decir que los mellizos seguramente venían a pie. De entre los combatientes estiré a Corazón Cabral, me reconoció y saludó y yo aproveché para preguntarle si sabía algo de los hermanos Goiburú, Alguien dijo que los hermanos quedaron en Asunción a presentar sus candidaturas a la Presidencia y Vicepresidencia de la República.
Un día escapé a ver a doña Brígida pero ella no estaba, me comentaron que ella partió sola al Cerrito. Salí a buscarla y no vi a nadie en el camino, llegué al Cristo sin mirarlo y divisé el rosario de plata de doña Brígida, lo alcé y besé y allí sentí el gusto a sangre. Al alzar la vista al Cristo crucificado vi que Melitón Isasi ocupaba su lugar, atado a la cruz con su uniforme militar y sus botas y a medio degollar. El Cristo leproso estaba tirado a sus pies, consumiéndose en las llamas y ahí yo me desmayé.
Capítulo 10. – Ex combatientes.
Llegó el sargento Crisanto Villalba, nadie lo vio pero yo sí, se quedó parado mirando alejarse el tren y contempló las casas del pueblo. Alguien gritó su nombre pero él no hizo caso y se alejó, pero otros ex combatientes le rodearon y empezaron a llamarlo Jocó.
Me hicieron llamar y acudí saludándole a Crisanto. Le preguntaron si se acordaba del Teniente Vera y dijo que no, en realidad Crisanto me conocía poco, pues había salido de Itapé siendo un muchachito. Ahora soy alcalde de ella.
Empezaron a contarle uno a uno sus llegadas hasta la de los hermanos Goiburú, que pronto tuvieron que volver a Asunción, presos por matar a Melitón Isasi.
Le presentaron a su hijo Cuchuí y él le vio como si lo viera por primera vez. Empezaron las hurras y fuimos a la taberna, yo invitaba la vuelta. Lo llevamos al boliche para ayudarlo a olvidar por anticipado lo que acaso ignoraba todavía.
Las mujeres del pueblo empezaron a cuchichear todas juntas sobre si Crisanto sabía o no lo de Juana Rosa.
Al regreso del Chaco los mellizos Goiburú ajusticiaron a Melitón Isasi para vengar a su hermana y saldar la vieja deuda de descreimiento y encono que tenían con el Cristo.
El cura vino a lavar y bendecir el lugar del crimen y mandó arreglar y colgar de nuevo al Cristo leproso. El mismo pidió voluntarios para establecer una guardia permanente en el Calvario. La única que se animó a estar allí fue María Rosa.
Melitón estaba muerto y Felicita Goiburú también y nadie sabía el lugar de su sepultura. Sus hermanos pasaron de ser héroes de la guerra a estar presos en Asunción.
Villalba mostraba sus cruces de condecoración a sus amigos, impuestas a él por el mismo ministro. Les confesó que no quería volver. Se despidió de sus amigos a quienes agradeció el gesto y se marchó para su rancho seguido de Cuchuí. Cuando llegó cerca de su casa tiró a Cuchuí al piso, extrajo una granada de su bolso y la tiró contra su casa gritando "Compañía Villalba ... salto adelante, carrera maaar". El rancho voló en mil pedazos. Una a una fue lanzando las doce granadas de mano que había traído a un enemigo imaginario. Cuchuí no entendía lo que su padre hacía. Cuando llegué al galope ya Crisanto estaba más tranquilo, Cuchuí lo miraba callado. Quise que Crisanto vuelva al pueblo conmigo pero no quiso. Lo dejé allá solo con su locura.
Le escribí a la doctora Monzón comentándole el caso. Me contestó que mi deber era mandarlo a Asunción para tratarlo, ella me promete encargarse de todo, ya que las instituciones oficiales no se ocupan de los ex combatientes. Yo le creo. Con Crisanto no tendré problemas pues le diré que debe ir a Asunción pues otra hermosa guerra había empezado. A Cuchuí lo llevaré a vivir conmigo.
No pienso en ellos solamente sino en otros como ellos que viven degradados hasta el límite de su condición. Alguna salida debe haber en este monstruoso contrasentido del hombre crucificado por el hombre. Porque si no podríamos pensar que la raza humana está condenada para siempre y que no hay salvación para ella (de una carta de Rosa Monzón).
"Así concluye el manuscrito de Miguel Vera, un montón de hojas arrugadas y desiguales, con el membrete de la Alcaldía, escritas al reverso y acumuladas en una bolsa de cuero. Las escribió antes de recibir un balazo en la espina dorsal que lo dejara postrado en la cama.
Dicen que se le disparó el revólver al limpiarlo, otros que fue Cuchuí, accidentalmente. No se sabe.
Fui a buscar al herido y lo encontré ya inmóvil y agonizante. Transcribí sus manuscritos sin cambiar palabra, sin alterar una coma. Sólo omití unos fragmentos dirigidos a mí, que no interesan a nadie. Después de los años decidí publicar sus escritos, ahora que estamos ante una nueva guerra civil entre opresores y oprimidos. ¡Ojalá sirva a alguien!
Conclusión.
Aparte de ser una experiencia lingüística como señalábamos en la introducción, Hijo de Hombre es una pintura de la realidad social paraguaya de la primera mitad del siglo XX.
Roa Bastos describe esa realidad social a partir de su propia experiencia, de su vivencia de paraguayo criado en un pueblo del interior y de su reflexión desde el exilio.
En los primeros capítulos muestra cómo se mantenían vivos los recuerdos del siglo anterior. En la memoria colectiva estaba siempre presente el Doctor Francia, este recuerdo sería explorado con detenimiento en la siguiente novela, Yo El Supremo. No faltan menciones a la guerra grande.
Otro elemento es el permanente estado de convulsión política en que vivía el país en aquellos tiempos. Las constantes asonadas y revoluciones que la mayoría de las veces terminaba en despiadadas persecuciones y bárbaros baños de sangre.
Un tercer aspecto es la injusticia social reflejada en el relato de la vida de los mensú en los obrajes del Alto Paraná.
La segunda parte de la novela tiene como telón de fondo la guerra del Chaco que marcaría profundamente a la sociedad paraguaya de mediados y finales del siglo pasado. Como pocos Roa Bastos muestra en breves páginas y sin dejarse llevar por el estilo épico al que hemos sido acostumbrados, cómo fueron afectadas las vidas individuales de quienes participaron de la contienda.
Pero ambos momentos de la novela no están desconectados. Roa Bastos ha sabido tejer un complejo tapiz en el que los hilos se entrecruzan varias veces. Los mismos personajes y situaciones aparecen y reaparecen en diversos capítulos.
Hijo de Hombre es una de las cumbres de la narrativa paraguaya, obra de un autor que con justicia fue galardonado con el Premio Cervantes en 1989.
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