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- Las mejores catedrales góticas.-LUCIO.
- Las catedrales góticas.
- El Paleolitico superior.
- El Paleolítico Inferior, entre el 800.000 y el 80....
- Cueva de Altamira.
- El Neolítico.
- El arte rupestre en la Península Ibérica.-Lucio.
- ANALISIS DEL CUENTO- " LA INSOLACIÓN ".
- Biografía y cuentos de Horacio Quiroga.
- CUENTO. " LA INSOLACIÓN ".
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jueves, 29 de abril de 2010
Las catedrales góticas.
A pesar de considerar tradicionalmente la época medieval como un momento de crisis, durante la Plena Edad Media se pone de manifiesto en Europa un importante renacimiento agrario, mercantil y urbano. Esta expansión económica se produce de manera paralela a una profunda renovación cultural, renovación que fundamenta la iniciación del estilo gótico, que ha de caracterizar el arte de la Baja Edad Media.
Estas importantes transformaciones tendrán, como es lógico, su reflejo en la Península Ibérica, estrechamente vinculada a las grandes corrientes económicas, políticas, sociales y culturales que se viven en el Continente.
En la ciudad medieval europea, el edificio que representa la vida y el espíritu urbanos es la catedral. En su construcción va a participar todo el entramado social. La catedral es la iglesia en la que el obispo tiene el asiento, la cátedra, convirtiéndose en la principal iglesia de la ciudad y su entorno. Por esta razón, buena parte de las construcciones catedralicias tienen como principales promotores a los obispos, deseosos de dejar su huella en la Historia con la edificación de un magno lugar dedicado a Dios.
El solar en el que se alzaba la catedral ya había sido un lugar de culto, al albergar generalmente un templo anterior. El obispo o el cabildo solicitaban la intervención de un arquitecto, que daba las trazas y calculaba los costes de unos trabajos que habían de durar muchos años, siglos en ocasiones. La belleza de las proporciones, la armonía y el equilibrio iban a definir la perfección de la construcción gótica.
El esqueleto arquitectónico de la catedral presenta una notable altura, que se obtiene gracias al empleo de arcos apuntados y bóvedas de crucería. Estos arcos se apoyan en pilares adosados al muro de la nave central, trasladando los empujes generados a los contrafuertes externos.
Sobre el contrafuerte se colocan los pináculos, remates puntiagudos que con su peso fijan los contrafuertes, al tiempo que acentúan el perfil ascensional de la construcción. A nivel superior, otros arbotantes hacen de tirantes y anulan la presión del viento sobre los muros de la nave central.
Tanto las bóvedas como las paredes exteriores pueden ir calándose, sin mermar la solidez de la fábrica. Los grandes ventanales que horadan los muros, cerrados por amplias y polícromas vidrieras, permiten crear un espacio lumínico que enlaza con las nuevas teorías espirituales. Según éstas, "Dios es luz, con Él no hay oscuridad alguna". De esta manera, la catedral se transforma en un microcosmos cargado de símbolos, en el que la coloreada luminosidad de su interior evoca la Jerusalén celestial del fin de los tiempos. En el exterior, los pináculos y las torres proyectan nuestra mirada hacia el cielo, configurando unos edificios que no dejan todavía de sorprendernos por sus dimensiones y altura...
El Paleolitico superior.
El Paleolitico superior, entre el 40.000 y el 10.000 antes de Cristo, se caracteriza por la aparición de nuestra especie, denominada Homo sapiens sapiens. Durante este periodo se produce una gran expansión de los glaciares, lo que hace que predomine un clima muy frío que se alternará con etapas templadas. El hombre del Paleolítico inferior vivirá de la caza, la pesca y la recolección. Sus asentamientos, por tanto, estarán situados en lugares donde abunda el alimento, debiendo cambiar de ubicación en función de factores estacionales. Un mayor control sobre los ecosistemas permitirá obtener más alimentos y producirá, por tanto, un aumento de las poblaciones. En la Peninsula Ibérica, el periodo más característico es el Magdaleniense, del que podemos encontrar numerosos yacimientos, especialmente en las áreas cantábrica y mediterránea. El hombre de este periodo alcanza un mayor desarrollo intelectual y simbólico, lo que se refleja en un elaborado arte rupestre, en la práctica de enterrar a los muertos y en la elaboración de útiles y herramientas más trabajadas y específicas. La práctica de la caza requiere ya técnicas más complejas, como la selección de los mejores lugares, la necesidad de establecer asentamientos estacionales, la elaboración de una estrategia o la fabricación de instrumentos para usos concretos en piedra o hueso, como buriles, azagayas o arpones. Un magnífico ejemplar de este último fue hallado en la Cueva del Castillo.
El Paleolítico Inferior, entre el 800.000 y el 80.000 antes de Cristo, es el primer periodo de la Prehistoria, así como el más largo.
El Paleolítico Inferior, entre el 800.000 y el 80.000 antes de Cristo, es el primer periodo de la Prehistoria, así como el más largo. La principal característica es la aparición de los primeros seres humanos, una nueva especie que se caracteriza por aspectos claramente distintivos, como una mayor capacidad craneana, la posibilidad de andar erguido o la facultad de elaborar un lenguaje o fabricar instrumentos, entre otras. Los restos de seres humanos más antiguos se han hallado en el oriente africano, donde se han encontrado fósiles de Australopitecos, de Homo hábilis y Homo erectus, quien se extenderá a otros continentes. Hace 100.000 años, el surgimiento de una nueva especie, el Homo sapiens neanderthalensis, dará inicio a un nuevo periodo, el Paleolítico medio. Durante el Paleolítico Inferior, cada vez se fabrican más y más complejos útiles en piedra. En España, los más antiguos se han hallado en la sierra de Atapuerca, y se relacionan con el Homo antecesor, el primer poblador europeo del que se tiene noticia, datado en unos 800.000 años. Sin embargo, la industria lítica más representada es el achelense, que abarca entre el 500.000 y el 90.000 antes de Cristo. Son muchos los yacimientos del periodo achelense hallados en la península Ibérica, generalmente situados junto a terrazas fluviales o cuevas. Se trata de una industria más desarrollada, con herramientas como bifaces, hendedores y lascas, instrumentos utilizados por el Homo erectus para asegurar su alimentación.
Cueva de Altamira.
Las pinturas de la Cueva de Altamira, uno de los monumentos más impresionantes del arte paleolítico, fueron descubiertas en 1879 por el estudioso cántabro Marcelino Sanz de Sautuola.
En una época en la que la ciencia oficial no admitía la existencia del Arte en el periodo paleolítico, la verdadera importancia de estas pinturas no fue apreciada sino hasta veinte años más tarde, no sin provocar grandes controversias. Sin embargo, la tenacidad de Sautuola y del profesor Vilanova y Piera acabó por vencer el escepticismo de los críticos, que no concebían que los cazadores del Paleolítico pudieran tener un sentido de "lo artístico".
La cueva fue habitada durante los periodos Solutrense y Magdaleniense inferior. Tiene un recorrido complejo de 270 metros y un trazado irregular a través de varias salas, todas ellas con pinturas y grabados paleolíticos, entre los que destaca el techo de los polícromos, considerado por Breuil la Capilla Sixtina del Arte Paleolítico y donde se localizan los famosos bisontes. Las pinturas fueron hechas hace unos 15.000 años, y representan a bisontes, caballos, ciervas, toros, signos y máscaras zoomorfas.
Las pinturas están realizadas con pinturas ocres de origen natural, de color rojo sangre y contornos en negro. En ocasiones, el artista utilizó los salientes de las paredes para dar a las figuras sensación de relieve. En conjunto, se trata de 70 grabados realizados en la roca y cerca de 100 figuras pintadas, en las que merece la pena atender al gran realismo de las imágenes y al excelente uso de la policromía. En definitiva, se puede afirmar que las pinturas de Altamira son el más importante logro de la Humanidad en el periodo paleolítico.
El Neolítico.
Entre el 5.000 y el 3.200 antes de Cristo se desarrolla en la cuenca mediterránea el periodo neolítico. En Oriente Próximo se generarán algunos rasgos culturales que se extenderán hacia Occidente a lo largo de los milenios siguientes. Las principales características del Neolítico se pueden resumir en el surgimiento de la agricultura, la domesticación de animales, el cambio a un modo de vida en poblados permanentes y la invención de la cerámica. No obstante, estos cambios surgen a lo largo de un proceso de miles de años. En la Península ibérica, las primeras comunidades a las que se puede adjudicar una forma de vida neolítica se hallan en la costa mediterránea, ocupando generalmente cuevas elevadas y abrigos naturales. Su medio de subsistencia alternaba la caza y la recolección con el cultivo de cereales y leguminosas, además de la cría de ovejas, cabras y cerdos. La cerámica es uno de los grandes avances, pues permite almacenar y transportar los alimentos. También se puede percibir un desarrollo de las herramientas y las técnicas agrícolas, como la hoz para la siega y el vareo de los frutos. Por último, cabe citar una mayor complejidad en las estructuras sociales y simbólicas, siendo muy frecuentes los asentamientos sedentarios y los enterramientos con ajuar, como el de la Cueva de los Murciélagos de Albuñol, en Granada.
El arte rupestre en la Península Ibérica.-Lucio.
El primer arte de la Humanidad aparece en la etapa de la historia llamada Paleolítico Superior, que comprende entre los 30.000 y los 8.000 años a.C., en números redondos. En esos tiempos existía en Europa un clima rudo, con alternancia de largos milenios de frío húmedo y frío seco, siempre dentro de lo que comúnmente se denomina un período glaciar, y con otras etapas, llamadas interglaciares, de clima menos riguroso y algo más cortas.
Los hombres que habitaron en este periodo vivían de la caza y la recolección y habitaban en cuevas o abrigos rocosos, de forma estacional. En estos lugares desarrollaron un arte, el primero de la Humanidad. Las paredes de las cavernas fueron decoradas con pinturas, al tiempo que realizaron pequeñas esculturas y objetos de arte mueble.
Con un foco principal en la cornisa cantábrica, el arte paleolítico tiene numerosos puntos dispersos en la geografía de la Península Ibérica. En la España cantábrica son más de 60 las cuevas con arte.
El arte rupestre o parietal paleolítico en España fue descubierto por el santanderino Marcelino Sanz de Sautuola que, desde 1875, excavaba en la cueva de Altamira. Otras dos piezas clave en estos descubrimientos fueron el abate Henri Breuil, toda una vida dedicada al arte prehistórico, y Herminio Alcalde del Río.
En el arte parietal hay que distinguir el que se encuentra en el interior de las cavidades del realizado en sus bocas o en abrigos abiertos. La naturaleza de los soportes disponibles condiciona, como es lógico, la realización de las obras. Grabado y pintura, o la combinación de ambos, dominan en el interior de las cuevas.
El repertorio de temas del arte paleolítico se concreta en figuras de animales, figuras humanas -incluidas manos aisladas- y signos de difícil interpretación. Predominan las representaciones de animales, hasta el punto que se ha podido escribir que el arte del Paleolítico es un arte esencialmente animalista. El caballo es el animal más representado; le siguen bisontes, uros, cabras y renos.
A lo largo del último siglo han existido diversas interpretaciones sobre el significado del arte paleolítico, como la de la magia propiciatoria, la de la reproducción animal y humana, la del arte por el arte, la del totemismo, etc. Para los investigadores actuales, quien sostenga solamente una de estas hipótesis se equivoca. Sobre el terreno, en la profundidad de las galerías humanas, ante las figuras milenarias, cada uno se interroga y no sabe por qué teoría inclinarse.
Altamira es el máximo exponente del arte paleolítico español. La llamada Sala de Polícromos alberga una de las mejores colecciones de pintura rupestre del mundo. Esta sala fue considerada por Breuil "la Capilla Sixtina del Arte Paleolítico", pues las figuras se caracterizan por su gran realismo y expresividad...
ANALISIS DEL CUENTO- " LA INSOLACIÓN ".
[...] Veía la monótona llanura del Chaco, con sus alternativas de campo y monte, monte y campo, sin más color que el crema del pasto y el negro del monte [...]
Rima asonante: Chaco, campo, pasto.
"... Veía la monótona llanura del Chaco, con sus alternativas de campo y monte, monte y campo, sin más color que el crema del pasto y el negro del monte..."
Imagen visual
Imagen visual cromática
"... con sus alternativas de campo y monte, monte y campo, sin más color que el crema del pasto y en negro del monte..."
Polisíndeton
Paralelismo
Antítesis: (crema/negro)
El recurso de estilo más importante son las imágenes sensoriales. La concecuencia que se desprende es la abundancia de descripciones.
Patrón de estancia, de familia inglesa o norteamericana. Buen hombre aunque por lo que se observa en el cuento, es solitario, depresivo y bebedor. El autor no da demasiados datos sobre Míster Jones, pero da indicios por los cuales nos damos cuenta que entre otras cosas le agradaban los animales.
Se sienten inquietos ante la posible muerte de su patrón porque este era muy generoso con ellos, los cuidaba y los tenía bien alimentados.
premonitorio, -ria: (lat. prœmonitoriu, que avisa anticipadamente)
adj. Premonitor.
Creo que lo que los perros empiezan a ver premonitoriamente es que al patrón se le acercaba la muerte.
El cuento esta narrado en 3era persona y el punto de vista del narrador es omnisciente, ya que sabe todo, hasta en algunas lineas parce que hubiese estado allí. Tiene una perfecta noción temporo - espacial a la manera de un dios que puede estar en todas partes al mismo tiempo y que no solo conoce el presente sin tambén el pasado y el futuro.
insolación: Malestar o enfermedad interna producida por una exposición excesiva a los rayos solares.
Creo que el autor, llama de esta forma al cuento porque tanto el caballo como Mister Jones mueren de esta enfermedad.
LA INSOLACION.
Los perros pueden ver a la muerte, cuando llega en busca de alguien.
Sobre esta creencia popular, funda Quiroga la base de este cuento excepcional. El lugar: Misiones, en el Noroeste argentino, donde el autor viviera sus mejores años. Un establecimiento de campo y su dueño, mister Jones, un inglés enraizado en esa tierra caliente y hostil. En el lugar, al amparo de su dueño, hay varios perros.
Una mañana tibia, uno de ellos –el más jóven- cree percibir la presencia de míster Jones. Viendo la figura de su patrón, lo hace saber a los otros perros. Éstos, sobresaltados, lo persuaden de su error: no es más que una representación que la muerte arma poco tiempo antes de llegar en procura de algún mortal. Asustados y nerviosos, pasan el tiempo ladrando, en un intento de evitar que la muerte se haga se adueñe del amo.
Hacia el mediodía, míster Jones vá hasta el poblado por una necesidad. Vuelve a pié, cruzando el estero de juncos para ganar tiempo y camino. El sol, implacable, tostando la corteza del suelo, obliga a los hombres y animales a guarecerse a la sombra, so pena de perecer por insolación. La sombra y la ingesta frecuente de agua son, es sabido, imprescindible.
Pero míster Jones avanzaba bajo el calor abrasador sin reparo ninguno. Los perros, a la distancia, lo ven caminar hacia la casa, el paso lento y forzado por la vegetación. De pronto notan la presencia, lejana aún, del otro míster Jones, el que trae consigo la muerte. Camina por el campo, no hacia la casa sino en línea recta al trayecto que describirá el patrón. No hay duda que en un punto lo interceptará. Ladran furiosos los perros, tratando de avisar del peligro. Es inútil: míster Jones sigue con firmeza su camino y, por fin, es alcanzado por el otro, que al toparlo se funde con él en uno solo.
Míster Jones cae fulminado, mientras los perros no detienen sus vanos ladridos.
Pocos días después, un familiar procede a liquidar los bienes, vendiendo la tierra y sus instalaciones.
Los perros, abandonados, enfermos, se convierten en cimarrones y deberán alimentarse robando maíz durante la noche en los campos ajenos.
Rima asonante: Chaco, campo, pasto.
"... Veía la monótona llanura del Chaco, con sus alternativas de campo y monte, monte y campo, sin más color que el crema del pasto y el negro del monte..."
Imagen visual
Imagen visual cromática
"... con sus alternativas de campo y monte, monte y campo, sin más color que el crema del pasto y en negro del monte..."
Polisíndeton
Paralelismo
Antítesis: (crema/negro)
El recurso de estilo más importante son las imágenes sensoriales. La concecuencia que se desprende es la abundancia de descripciones.
Patrón de estancia, de familia inglesa o norteamericana. Buen hombre aunque por lo que se observa en el cuento, es solitario, depresivo y bebedor. El autor no da demasiados datos sobre Míster Jones, pero da indicios por los cuales nos damos cuenta que entre otras cosas le agradaban los animales.
Se sienten inquietos ante la posible muerte de su patrón porque este era muy generoso con ellos, los cuidaba y los tenía bien alimentados.
premonitorio, -ria: (lat. prœmonitoriu, que avisa anticipadamente)
adj. Premonitor.
Creo que lo que los perros empiezan a ver premonitoriamente es que al patrón se le acercaba la muerte.
El cuento esta narrado en 3era persona y el punto de vista del narrador es omnisciente, ya que sabe todo, hasta en algunas lineas parce que hubiese estado allí. Tiene una perfecta noción temporo - espacial a la manera de un dios que puede estar en todas partes al mismo tiempo y que no solo conoce el presente sin tambén el pasado y el futuro.
insolación: Malestar o enfermedad interna producida por una exposición excesiva a los rayos solares.
Creo que el autor, llama de esta forma al cuento porque tanto el caballo como Mister Jones mueren de esta enfermedad.
LA INSOLACION.
Los perros pueden ver a la muerte, cuando llega en busca de alguien.
Sobre esta creencia popular, funda Quiroga la base de este cuento excepcional. El lugar: Misiones, en el Noroeste argentino, donde el autor viviera sus mejores años. Un establecimiento de campo y su dueño, mister Jones, un inglés enraizado en esa tierra caliente y hostil. En el lugar, al amparo de su dueño, hay varios perros.
Una mañana tibia, uno de ellos –el más jóven- cree percibir la presencia de míster Jones. Viendo la figura de su patrón, lo hace saber a los otros perros. Éstos, sobresaltados, lo persuaden de su error: no es más que una representación que la muerte arma poco tiempo antes de llegar en procura de algún mortal. Asustados y nerviosos, pasan el tiempo ladrando, en un intento de evitar que la muerte se haga se adueñe del amo.
Hacia el mediodía, míster Jones vá hasta el poblado por una necesidad. Vuelve a pié, cruzando el estero de juncos para ganar tiempo y camino. El sol, implacable, tostando la corteza del suelo, obliga a los hombres y animales a guarecerse a la sombra, so pena de perecer por insolación. La sombra y la ingesta frecuente de agua son, es sabido, imprescindible.
Pero míster Jones avanzaba bajo el calor abrasador sin reparo ninguno. Los perros, a la distancia, lo ven caminar hacia la casa, el paso lento y forzado por la vegetación. De pronto notan la presencia, lejana aún, del otro míster Jones, el que trae consigo la muerte. Camina por el campo, no hacia la casa sino en línea recta al trayecto que describirá el patrón. No hay duda que en un punto lo interceptará. Ladran furiosos los perros, tratando de avisar del peligro. Es inútil: míster Jones sigue con firmeza su camino y, por fin, es alcanzado por el otro, que al toparlo se funde con él en uno solo.
Míster Jones cae fulminado, mientras los perros no detienen sus vanos ladridos.
Pocos días después, un familiar procede a liquidar los bienes, vendiendo la tierra y sus instalaciones.
Los perros, abandonados, enfermos, se convierten en cimarrones y deberán alimentarse robando maíz durante la noche en los campos ajenos.
Biografía y cuentos de Horacio Quiroga.
El escritor de cuentos de Horacio Quiroga nació en el departamento de Salto en Uruguay en el año 1878 y se convirtió en uno de los grandes autores de la literatura latinoamericana.
Su primer libro de cuentos lo publicó en el año 1917 y fue “cuentos de amor, locura y muerte” destacándose desde allí por su particular narrativa cuentística.
Los cuentos de Horacio Quiroga en ese libro fueron:
- La gallina degollada
- El almohadón de plumas
- A la deriva
- La insolación
- Los mensú
- Yaguaí
Estos increíbles cuentos fueron tema de análisis en reiteradas oportunidades por las dimensiones profundas en las que el autor toca los temas que afectan al ser humano y su entorno.
El siguiente libro de cuentos de Horacio Quiroga lo publicó en el año 1919 y fue enteramente dedicado a su hijo, el libro fue “Cuentos de la Selva”, una de las grandes obras del excelente poeta.
Los cuentos de la Selva son materiales que en la actualidad se siguen usando para la enseñanza primaria tanto en Argentina como en Uruguay, y son una serie de cuentos que se desarrollan en la selva de las Misiones y la provincia del Chaco.
Las historias son sobre los animales y los peligros a los que se enfrentan rodeados de una exuberante vegetación tropical.
Fue autor de grandes cuentos de antología como: El hijo, Los destiladores de naranja, El Hombre Muerto, La Anaconda, La Tortuga gigante entre otros tantos.
El escritor uruguayo murió el 19 de febrero de 1937, siendo la causa de su deceso la ingestión de cianuro, situación ocurrida poco tiempo después de enterarse que padecía cáncer.
Bibliografía y cuentos de Horacio Quiroga
La extensa bibliografía publicada incluye novelas, poesías, obras de teatro y cuentos de Horacio Quiroga:
- Los arrecifes de coral, 1901
- El crimen de otro,1904
- Historia de un amor turbio, 1908
- Cuentos de amor de locura y de muerte, 1917
- Cuentos de la selva, 1919
- El salvaje, 1920
- Las sacrificadas, 1920
- El trípode llamado chengue, 1921
- El desierto, 1924
- Los desterrados,1926
- Pasado amor , 1929
- Suelo natal, 1931
- Más allá, 1935
Un famoso hotel de la ciudad de Salto lleva el nombre de “Horacio Quiroga” en honor a este gran escritor, quizás el personaje más famoso que ha nacido en esta ciudad de Uruguay.
Su primer libro de cuentos lo publicó en el año 1917 y fue “cuentos de amor, locura y muerte” destacándose desde allí por su particular narrativa cuentística.
Los cuentos de Horacio Quiroga en ese libro fueron:
- La gallina degollada
- El almohadón de plumas
- A la deriva
- La insolación
- Los mensú
- Yaguaí
Estos increíbles cuentos fueron tema de análisis en reiteradas oportunidades por las dimensiones profundas en las que el autor toca los temas que afectan al ser humano y su entorno.
El siguiente libro de cuentos de Horacio Quiroga lo publicó en el año 1919 y fue enteramente dedicado a su hijo, el libro fue “Cuentos de la Selva”, una de las grandes obras del excelente poeta.
Los cuentos de la Selva son materiales que en la actualidad se siguen usando para la enseñanza primaria tanto en Argentina como en Uruguay, y son una serie de cuentos que se desarrollan en la selva de las Misiones y la provincia del Chaco.
Las historias son sobre los animales y los peligros a los que se enfrentan rodeados de una exuberante vegetación tropical.
Fue autor de grandes cuentos de antología como: El hijo, Los destiladores de naranja, El Hombre Muerto, La Anaconda, La Tortuga gigante entre otros tantos.
El escritor uruguayo murió el 19 de febrero de 1937, siendo la causa de su deceso la ingestión de cianuro, situación ocurrida poco tiempo después de enterarse que padecía cáncer.
Bibliografía y cuentos de Horacio Quiroga
La extensa bibliografía publicada incluye novelas, poesías, obras de teatro y cuentos de Horacio Quiroga:
- Los arrecifes de coral, 1901
- El crimen de otro,1904
- Historia de un amor turbio, 1908
- Cuentos de amor de locura y de muerte, 1917
- Cuentos de la selva, 1919
- El salvaje, 1920
- Las sacrificadas, 1920
- El trípode llamado chengue, 1921
- El desierto, 1924
- Los desterrados,1926
- Pasado amor , 1929
- Suelo natal, 1931
- Más allá, 1935
Un famoso hotel de la ciudad de Salto lleva el nombre de “Horacio Quiroga” en honor a este gran escritor, quizás el personaje más famoso que ha nacido en esta ciudad de Uruguay.
CUENTO. " LA INSOLACIÓN ".
Horacio Quiroga
LA INSOLACION
El cachorro Old salió por la puerta y atravesó el patio con paso rectoy perezoso. Se detuvo en la linde del pasto, estiró al monte,entrecerrando los ojos, la nariz vibrátil y, se sentó tranquilo. Veíala monótona llanura del Chaco, con sus alternativas de campo y monte,monte y campo, sin más color que el crema del pasto y el negro delmonte. Este cerraba el horizonte, a doscientros metros, por tres ladosde la chacra. Hacia el oeste, el campo se ensanchaba y extendía enabra, pero que la ineludible línea sombría enmarcaba a lo lejos.A esa hora temprana, el confín, ofuscante de luz a mediodía, adquiríareposada nitidez. No había una nube ni un soplo de viento. Bajo lacalma del cielo plateado, el campo emanaba tónica frescura que traíaal alma pensativa, ante la certeza de otro día de seca, melancolías demejor compensado trabajo.Milk, el padre del cachorro, cruzó a su vez el patio y se sentó allado de aquél, con perezoso quejido de bienestar. Permanecíaninmóviles, pues aún no había moscas.Old, que miraba hacía rato la vera del monte, observó:--La mañana es fresca.Milk siguió la mirada del cachorro y quedó con la vista fija,parpadeando distraído. Después de un momento, dijo:--En aquel árbol hay dos halcones.Volvieron la vista indiferente a un buey que pasaba, y continuaronmirando por costumbre las cosas.Entretanto, el oriente comenzaba a empurpurarse en abanico, y elhorizonte había perdido ya su matinal precisión. Milk cruzó las patasdelanteras y sintió leve dolor. Miró sus dedos sin moverse,decidiéndose por fin a olfatearlos. El día anterior se había sacado unpique, y en recuerdo de lo que había sufrido lamió extensamente eldedo enfermo.--No podía caminar--exclamó, en conclusión.Old no entendió a qué se refería. Milk agregó:--Hay muchos piques.Esta vez el cachorro comprendió. Y repuso por su cuenta, después delargo rato:--Hay muchos piques.Callaron de nuevo, convencidos.El sol salió, y en el primer baño de luz, las pavas del monte lanzaronal aire puro el tumultuoso trompeteo de su charanga. Los perros,dorados al sol oblicuo, entornaron los ojos, dulcificando su molicieen beato pestañeo. Poco a poco, la pareja aumentó con la llegada delos otros compañeros: Dick, el taciturno preferido; Prince, cuyo labiosuperior, partido por un coatí, dejaba ver dos dientes, e Isondú, denombre indígena. Los cinco fox-terriers, tendidos y muertos debienestar, durmieron.Al cabo de una hora irguieron la cabeza; por el lado opuesto delbizarro rancho de dos pisos--el inferior de barro y el alto de madera,con corredores y baranda de chalet--habían sentido los pasos de sudueño que bajaba la escalera. Míster Jones, la toalla al hombro, sedetuvo un momento en la esquina del rancho y miró el sol, alto ya.Tenía aún la mirada muerta y el labio pendiente, tras su solitariavelada de whisky, más prolongada que las habituales.Mientras se lavaba, los perros se acercaron y le olfatearon las botas,meneando con pereza el rabo. Como las fieras amaestradas, los perrosconocen el menor indicio de borrachera en su amo. Se alejaron conlentitud a echarse de nuevo al sol. Pero el calor creciente les hizopresto abandonar aquél por la sombra de los corredores.El día avanzaba igual a los precedentes de todo ese mes; seco,límpido, con catorce horas de sol calcinante que parecía mantener enfusión el cielo, y que en un instante resquebrajaba la tierra mojadaen costras blanquecinas. Míster Jones fué a la chacra, miró el trabajodel día anterior y retornó al rancho. En toda esa mañana no hizo nada.Almorzó y subió a dormir la siesta.Los peones volvieron a las dos a la carpición, no obstante la hora defuego, pues los yuyos no dejaban el algodonal. Tras ellos fueron losperros, muy amigos del cultivo, desde que el invierno pasado habíanaprendido a disputar a los halcones los gusanos blancos que levantabael arado. Cada uno se echó bajo un algodonero, acompañando con sujadeo los golpes sordos de la azada.Entretanto el calor crecía. En el paisaje silencioso y enceguecientede sol, el aire vibraba a todos lados, dañando la vista. La tierraremovida exhalaba vaho de horno, que los peones soportaban sobre lacabeza, rodeada hasta los hombros por el flotante pañuelo, con elmutismo de sus trabajos de chacra. Los perros cambiaban de planta, enprocura de más fresca sombra. Tendíanse a lo largo, pero la fatiga losobligaba a sentarse sobre las patas traseras para respirar mejor.Reverberaba ahora delante de ellos un pequeño páramo de greda que nisiquiera se había intentado arar. Allí, el cachorro vió de pronto amíster Jones que lo miraba fijamente, sentado sobre un tronco. Old sepuso en pie, meneando el rabo. Los otros levantáronse también,pero erizados.--Es el patrón,--exclamó el cachorro, sorprendido.--No, no es él,--replicó Dick.Los cuatro perros estaban juntos gruñendo sordamente, sin apartar losojos de míster Jones, que continuaba inmóvil, mirándolos. El cachorro,incrédulo, fué a avanzar, pero Prince le mostró los dientes:--No es él, es la Muerte.El cachorro se erizó de miedo y retrocedió al grupo.--¿Es el patrón muerto?--preguntó ansiosamente. Los otros, sinresponderle, rompieron a ladrar con furia, siempre en actitud demiedoso ataque. Sin moverse, míster Jones se desvaneció en el aireondulante.Al oir los ladridos, los peones habían levantado la vista, sindistinguir nada. Giraron la cabeza para ver si había entrado algúncaballo en la chacra, y se doblaron de nuevo.Los fox-terriers volvieron al paso al rancho. El cachorro, erizadoaún, se adelantaba y retrocedía con cortos trotes nerviosos, y supo dela experiencia de sus compañeros, que cuando una cosa va a morir,aparece antes.--¿Y cómo saben que ese que vimos no era el patrón?--preguntó.--Porque no era él,--le respondieron displicentes.Luego la Muerte, y con ella el cambio de dueño, las miserias, laspatadas, estaba sobre ellos. Pasaron el resto de la tarde al lado desu patrón, sombríos y alerta. Al menor ruido gruñían, sin saberadonde. Míster Jones sentíase satisfecho de su guardiana inquietud.Por fin el sol se hundió tras el negro palmar del arroyo, y en lacalma de la noche plateada, los perros se estacionaron alrededor delrancho, en cuyo piso alto míster Jones recomenzaba su velada dewhisky. A media noche oyeron sus pasos, luego la doble caída de lasbotas en el piso de tablas, y la luz se apagó. Los perros, entonces,sintieron más el próximo cambio de dueño, y solos, al pie de la casadormida, comenzaron a llorar. Lloraban en coro, volcando sus sollozosconvulsivos y secos, como masticados, en un aullido de desolación, quela voz cazadora de Prince sostenía, mientras los otros tomaban elsollozo de nuevo. El cachorro ladraba. Había pasado media hora, y loscuatro perros de edad, agrupados a la luz de la luna, el hocicoextendido e hinchado de lamentos--bien alimentados y acariciados porel dueño que iban a perder--continuaban llorando su doméstica miseria.A la mañana siguiente míster Jones fué él mismo a buscar las mulas ylas unció a la carpidora, trabajando hasta las nueve. No estabasatisfecho, sin embargo. Fuera de que la tierra no había sido nuncabien rastreada, las cuchillas no tenían filo, y con el paso rápido delas mulas, la carpidora saltaba. Volvió con ésta y afiló sus rejas;pero un tornillo en que ya al comprar la máquina había notado unafalla, se rompió al armarla. Mandó un peón al obraje próximo,recomendándole el caballo, un buen animal, pero asoleado. Alzó lacabeza al sol fundente de mediodía e insistió en que no galopara unmomento. Almorzó en seguida y subió. Los perros, que en la mañana nohabían dejado un momento a su patrón, se quedaron en los corredores.La siesta pesaba, agobiaba de luz y silencio. Todo el contorno estababrumoso por las quemazones. Alrededor del rancho, la tierra blanquizcadel patio, deslumbraba por el sol a plomo, parecía deformarse entrémulo hervor, que adormecía los ojos parpadeantes de losfox-terriers.--No ha aparecido más--dijo Milk.Old, al oir _aparecido_, levantó las orejas sobre los ojos.Esta vez el cachorro, incitado por la evocación, se puso en pie yladró, buscando a qué. Al rato el grupo calló, entregado de nuevo a sudefensiva cacería de moscas.--No vino más--dijo Isondú.--Había una lagartija bajo el raigón,--recordó por primera vez Prince.Una gallina, el pico abierto y las alas caídas y apartadas del cuerpo,cruzó el patio incandescente con su pesado trote de calor. Prince lasiguió perezosamente con la vista, y saltó de golpe:--¡Viene otra vez!--gritó.Por el norte del patio avanzaba solo el caballo en que había ido elpeón. Los perros se arquearon sobre las patas, ladrando con prudentefuria a la Muerte que se acercaba. El animal caminaba con la cabezabaja, aparentemente indeciso sobre el rumbo que iba a seguir. Al pasarfrente al rancho dió unos cuantos pasos en dirección al pozo, y sedegradó progresivamente en la cruda luz.Míster Jones bajó; no tenía sueño. Disponíase a proseguir el montajede la carpidora, cuando vió llegar inesperadamente al peón a caballo.A pesar de su orden, tenía que haber galopado para volver a esa hora.Culpólo, con toda su lógica nacional, a lo que el otro respondía conevasivas razones. Apenas libre y concluída su misión, el pobrecaballo, en cuyos ijares era imposible contar el latido, temblóagachando la cabeza, y cayó de costado. Míster Jones mandó al peón ala chacra, aún rebenque en mano, para no echarlo si continuaba oyendosus jesuíticas disculpas.Pero los perros estaban contentos. La Muerte, que buscaba a su patrón,se había conformado con el caballo. Sentíanse alegres, libres depreocupación, y en consecuencia disponíanse a ir a la chacra tras elpeón, cuando oyeron a míster Jones que gritaba a éste, lejos ya,pidiéndole el tornillo. No había tornillo: el almacén estaba cerrado,el encargado dormía, etc. Míster Jones, sin replicar, descolgó sucasco y salió él mismo en busca del utensilio. Resistía el sol como unpeón, y el paseo era maravilloso contra su mal humor.Los perros le acompañaron, pero se detuvieron a la sombra del primeralgarrobo; hacía demasiado calor. Desde allí, firmes en las patas, elceño contraído y atento, lo veían alejarse. Al fin el temor a lasoledad pudo más, y con agobiado trote siguieron tras él.Míster Jones obtuvo su tornillo y volvió. Para acortar distancia,desde luego, evitando la polvorienta curva del camino, marchó en línearecta a su chacra. Llegó al riacho y se internó en el pajonal, eldiluviano pajonal del Saladito, que ha crecido, secado, retoñado desdeque hay paja en el mundo, sin conocer fuego. Las matas, arqueadas enbóveda a la altura del pecho, se entrelazan en bloques macizos. Latarea, seria ya con día fresco, era muy dura a esa hora. Míster Joneslo atravesó, sin embargo, braceando entre la paja restallante ypolvorienta por el barro que dejaban las crecientes, ahogado de fatigay acres vahos de nitratos.Salió por fin y se detuvo en la linde; pero era imposible permanecerquieto bajo ese sol y ese cansancio; marchó de nuevo. Al calorquemante que crecía sin cesar desde tres días atrás, agregábase ahorael sofocamiento del tiempo descompuesto. El cielo estaba blanco y nose sentía un soplo de viento. El aire faltaba, con angustia cardíacaque no permitía concluir la respiración.Míster Jones se convenció de que había traspasado su límite deresistencia. Desde hacía rato le golpeaba en los oídos el latido delas carótidas. Sentíase en el aire, como si de dentro de la cabeza leempujaran violentamente el cráneo hacia arriba. Se mareaba mirando elpasto. Apresuró la marcha para acabar con eso de una vez... y depronto volvió en sí y se halló en distinto paraje: había caminadomedia cuadra, sin darse cuenta de nada. Miró atrás y la cabeza se lefué en un nuevo vértigo.Entretanto, los perros seguían tras él, trotando con toda la lengua defuera. A veces, agotados, deteníanse en la sombra de un espartillo; sesentaban precipitando su jadeo, pero volvían al tormento del sol. Alfin, como la casa estaba ya próxima, apuraron el trote.Fué en ese momento cuando Old, que iba adelante, vió tras el alambradode la chacra a míster Jones, vestido de blanco, que caminaba haciaellos. El cachorro, con súbito recuerdo, volvió la cabeza y confrontó.--¡La Muerte, la Muerte!--aulló.Los otros la habían visto también, y ladraban erizados. Vieron queatravesaba el alambrado, y un instante creyeron que se iba aequivocar; pero al llegar a cien metros se detuvo, miró el grupo consus ojos celestes, y marchó adelante.--¡Que no camine ligero el patrón!--exclamó Prince.--¡Va a tropezar con él!--aullaron todos.En efecto, el otro, tras breve hesitación, había avanzado, pero nodirectamente sobre ellos como antes, sino en línea oblicua y enapariencia errónea, pero que debía llevarlo justo al encuentro demíster Jones. Los perros comprendieron que esta vez todo concluía,porque su patrón continuaba caminando a igual paso como un autómata,sin darse cuenta de nada. El otro llegaba ya. Hundieron el rabo ycorrieron de costado, aullando. Pasó un segundo, y el encuentro seprodujo. Míster Jones se detuvo, giró sobre sí mismo y se desplomó.Los peones, que lo vieron caer, lo llevaron a prisa al rancho, perofué inútil toda el agua; murió sin volver en sí. Míster Moore, suhermano materno, fué de Buenos Aires, estuvo una hora en la chacra yen cuatro días liquidó todo, volviéndose en seguida. Los indios serepartieron los perros que vivieron en adelante flacos y sarnosos, eiban todas las tardes con hambriento sigilo a comer espigas de maíz enlas chacras ajenas.
LA INSOLACION
El cachorro Old salió por la puerta y atravesó el patio con paso rectoy perezoso. Se detuvo en la linde del pasto, estiró al monte,entrecerrando los ojos, la nariz vibrátil y, se sentó tranquilo. Veíala monótona llanura del Chaco, con sus alternativas de campo y monte,monte y campo, sin más color que el crema del pasto y el negro delmonte. Este cerraba el horizonte, a doscientros metros, por tres ladosde la chacra. Hacia el oeste, el campo se ensanchaba y extendía enabra, pero que la ineludible línea sombría enmarcaba a lo lejos.A esa hora temprana, el confín, ofuscante de luz a mediodía, adquiríareposada nitidez. No había una nube ni un soplo de viento. Bajo lacalma del cielo plateado, el campo emanaba tónica frescura que traíaal alma pensativa, ante la certeza de otro día de seca, melancolías demejor compensado trabajo.Milk, el padre del cachorro, cruzó a su vez el patio y se sentó allado de aquél, con perezoso quejido de bienestar. Permanecíaninmóviles, pues aún no había moscas.Old, que miraba hacía rato la vera del monte, observó:--La mañana es fresca.Milk siguió la mirada del cachorro y quedó con la vista fija,parpadeando distraído. Después de un momento, dijo:--En aquel árbol hay dos halcones.Volvieron la vista indiferente a un buey que pasaba, y continuaronmirando por costumbre las cosas.Entretanto, el oriente comenzaba a empurpurarse en abanico, y elhorizonte había perdido ya su matinal precisión. Milk cruzó las patasdelanteras y sintió leve dolor. Miró sus dedos sin moverse,decidiéndose por fin a olfatearlos. El día anterior se había sacado unpique, y en recuerdo de lo que había sufrido lamió extensamente eldedo enfermo.--No podía caminar--exclamó, en conclusión.Old no entendió a qué se refería. Milk agregó:--Hay muchos piques.Esta vez el cachorro comprendió. Y repuso por su cuenta, después delargo rato:--Hay muchos piques.Callaron de nuevo, convencidos.El sol salió, y en el primer baño de luz, las pavas del monte lanzaronal aire puro el tumultuoso trompeteo de su charanga. Los perros,dorados al sol oblicuo, entornaron los ojos, dulcificando su molicieen beato pestañeo. Poco a poco, la pareja aumentó con la llegada delos otros compañeros: Dick, el taciturno preferido; Prince, cuyo labiosuperior, partido por un coatí, dejaba ver dos dientes, e Isondú, denombre indígena. Los cinco fox-terriers, tendidos y muertos debienestar, durmieron.Al cabo de una hora irguieron la cabeza; por el lado opuesto delbizarro rancho de dos pisos--el inferior de barro y el alto de madera,con corredores y baranda de chalet--habían sentido los pasos de sudueño que bajaba la escalera. Míster Jones, la toalla al hombro, sedetuvo un momento en la esquina del rancho y miró el sol, alto ya.Tenía aún la mirada muerta y el labio pendiente, tras su solitariavelada de whisky, más prolongada que las habituales.Mientras se lavaba, los perros se acercaron y le olfatearon las botas,meneando con pereza el rabo. Como las fieras amaestradas, los perrosconocen el menor indicio de borrachera en su amo. Se alejaron conlentitud a echarse de nuevo al sol. Pero el calor creciente les hizopresto abandonar aquél por la sombra de los corredores.El día avanzaba igual a los precedentes de todo ese mes; seco,límpido, con catorce horas de sol calcinante que parecía mantener enfusión el cielo, y que en un instante resquebrajaba la tierra mojadaen costras blanquecinas. Míster Jones fué a la chacra, miró el trabajodel día anterior y retornó al rancho. En toda esa mañana no hizo nada.Almorzó y subió a dormir la siesta.Los peones volvieron a las dos a la carpición, no obstante la hora defuego, pues los yuyos no dejaban el algodonal. Tras ellos fueron losperros, muy amigos del cultivo, desde que el invierno pasado habíanaprendido a disputar a los halcones los gusanos blancos que levantabael arado. Cada uno se echó bajo un algodonero, acompañando con sujadeo los golpes sordos de la azada.Entretanto el calor crecía. En el paisaje silencioso y enceguecientede sol, el aire vibraba a todos lados, dañando la vista. La tierraremovida exhalaba vaho de horno, que los peones soportaban sobre lacabeza, rodeada hasta los hombros por el flotante pañuelo, con elmutismo de sus trabajos de chacra. Los perros cambiaban de planta, enprocura de más fresca sombra. Tendíanse a lo largo, pero la fatiga losobligaba a sentarse sobre las patas traseras para respirar mejor.Reverberaba ahora delante de ellos un pequeño páramo de greda que nisiquiera se había intentado arar. Allí, el cachorro vió de pronto amíster Jones que lo miraba fijamente, sentado sobre un tronco. Old sepuso en pie, meneando el rabo. Los otros levantáronse también,pero erizados.--Es el patrón,--exclamó el cachorro, sorprendido.--No, no es él,--replicó Dick.Los cuatro perros estaban juntos gruñendo sordamente, sin apartar losojos de míster Jones, que continuaba inmóvil, mirándolos. El cachorro,incrédulo, fué a avanzar, pero Prince le mostró los dientes:--No es él, es la Muerte.El cachorro se erizó de miedo y retrocedió al grupo.--¿Es el patrón muerto?--preguntó ansiosamente. Los otros, sinresponderle, rompieron a ladrar con furia, siempre en actitud demiedoso ataque. Sin moverse, míster Jones se desvaneció en el aireondulante.Al oir los ladridos, los peones habían levantado la vista, sindistinguir nada. Giraron la cabeza para ver si había entrado algúncaballo en la chacra, y se doblaron de nuevo.Los fox-terriers volvieron al paso al rancho. El cachorro, erizadoaún, se adelantaba y retrocedía con cortos trotes nerviosos, y supo dela experiencia de sus compañeros, que cuando una cosa va a morir,aparece antes.--¿Y cómo saben que ese que vimos no era el patrón?--preguntó.--Porque no era él,--le respondieron displicentes.Luego la Muerte, y con ella el cambio de dueño, las miserias, laspatadas, estaba sobre ellos. Pasaron el resto de la tarde al lado desu patrón, sombríos y alerta. Al menor ruido gruñían, sin saberadonde. Míster Jones sentíase satisfecho de su guardiana inquietud.Por fin el sol se hundió tras el negro palmar del arroyo, y en lacalma de la noche plateada, los perros se estacionaron alrededor delrancho, en cuyo piso alto míster Jones recomenzaba su velada dewhisky. A media noche oyeron sus pasos, luego la doble caída de lasbotas en el piso de tablas, y la luz se apagó. Los perros, entonces,sintieron más el próximo cambio de dueño, y solos, al pie de la casadormida, comenzaron a llorar. Lloraban en coro, volcando sus sollozosconvulsivos y secos, como masticados, en un aullido de desolación, quela voz cazadora de Prince sostenía, mientras los otros tomaban elsollozo de nuevo. El cachorro ladraba. Había pasado media hora, y loscuatro perros de edad, agrupados a la luz de la luna, el hocicoextendido e hinchado de lamentos--bien alimentados y acariciados porel dueño que iban a perder--continuaban llorando su doméstica miseria.A la mañana siguiente míster Jones fué él mismo a buscar las mulas ylas unció a la carpidora, trabajando hasta las nueve. No estabasatisfecho, sin embargo. Fuera de que la tierra no había sido nuncabien rastreada, las cuchillas no tenían filo, y con el paso rápido delas mulas, la carpidora saltaba. Volvió con ésta y afiló sus rejas;pero un tornillo en que ya al comprar la máquina había notado unafalla, se rompió al armarla. Mandó un peón al obraje próximo,recomendándole el caballo, un buen animal, pero asoleado. Alzó lacabeza al sol fundente de mediodía e insistió en que no galopara unmomento. Almorzó en seguida y subió. Los perros, que en la mañana nohabían dejado un momento a su patrón, se quedaron en los corredores.La siesta pesaba, agobiaba de luz y silencio. Todo el contorno estababrumoso por las quemazones. Alrededor del rancho, la tierra blanquizcadel patio, deslumbraba por el sol a plomo, parecía deformarse entrémulo hervor, que adormecía los ojos parpadeantes de losfox-terriers.--No ha aparecido más--dijo Milk.Old, al oir _aparecido_, levantó las orejas sobre los ojos.Esta vez el cachorro, incitado por la evocación, se puso en pie yladró, buscando a qué. Al rato el grupo calló, entregado de nuevo a sudefensiva cacería de moscas.--No vino más--dijo Isondú.--Había una lagartija bajo el raigón,--recordó por primera vez Prince.Una gallina, el pico abierto y las alas caídas y apartadas del cuerpo,cruzó el patio incandescente con su pesado trote de calor. Prince lasiguió perezosamente con la vista, y saltó de golpe:--¡Viene otra vez!--gritó.Por el norte del patio avanzaba solo el caballo en que había ido elpeón. Los perros se arquearon sobre las patas, ladrando con prudentefuria a la Muerte que se acercaba. El animal caminaba con la cabezabaja, aparentemente indeciso sobre el rumbo que iba a seguir. Al pasarfrente al rancho dió unos cuantos pasos en dirección al pozo, y sedegradó progresivamente en la cruda luz.Míster Jones bajó; no tenía sueño. Disponíase a proseguir el montajede la carpidora, cuando vió llegar inesperadamente al peón a caballo.A pesar de su orden, tenía que haber galopado para volver a esa hora.Culpólo, con toda su lógica nacional, a lo que el otro respondía conevasivas razones. Apenas libre y concluída su misión, el pobrecaballo, en cuyos ijares era imposible contar el latido, temblóagachando la cabeza, y cayó de costado. Míster Jones mandó al peón ala chacra, aún rebenque en mano, para no echarlo si continuaba oyendosus jesuíticas disculpas.Pero los perros estaban contentos. La Muerte, que buscaba a su patrón,se había conformado con el caballo. Sentíanse alegres, libres depreocupación, y en consecuencia disponíanse a ir a la chacra tras elpeón, cuando oyeron a míster Jones que gritaba a éste, lejos ya,pidiéndole el tornillo. No había tornillo: el almacén estaba cerrado,el encargado dormía, etc. Míster Jones, sin replicar, descolgó sucasco y salió él mismo en busca del utensilio. Resistía el sol como unpeón, y el paseo era maravilloso contra su mal humor.Los perros le acompañaron, pero se detuvieron a la sombra del primeralgarrobo; hacía demasiado calor. Desde allí, firmes en las patas, elceño contraído y atento, lo veían alejarse. Al fin el temor a lasoledad pudo más, y con agobiado trote siguieron tras él.Míster Jones obtuvo su tornillo y volvió. Para acortar distancia,desde luego, evitando la polvorienta curva del camino, marchó en línearecta a su chacra. Llegó al riacho y se internó en el pajonal, eldiluviano pajonal del Saladito, que ha crecido, secado, retoñado desdeque hay paja en el mundo, sin conocer fuego. Las matas, arqueadas enbóveda a la altura del pecho, se entrelazan en bloques macizos. Latarea, seria ya con día fresco, era muy dura a esa hora. Míster Joneslo atravesó, sin embargo, braceando entre la paja restallante ypolvorienta por el barro que dejaban las crecientes, ahogado de fatigay acres vahos de nitratos.Salió por fin y se detuvo en la linde; pero era imposible permanecerquieto bajo ese sol y ese cansancio; marchó de nuevo. Al calorquemante que crecía sin cesar desde tres días atrás, agregábase ahorael sofocamiento del tiempo descompuesto. El cielo estaba blanco y nose sentía un soplo de viento. El aire faltaba, con angustia cardíacaque no permitía concluir la respiración.Míster Jones se convenció de que había traspasado su límite deresistencia. Desde hacía rato le golpeaba en los oídos el latido delas carótidas. Sentíase en el aire, como si de dentro de la cabeza leempujaran violentamente el cráneo hacia arriba. Se mareaba mirando elpasto. Apresuró la marcha para acabar con eso de una vez... y depronto volvió en sí y se halló en distinto paraje: había caminadomedia cuadra, sin darse cuenta de nada. Miró atrás y la cabeza se lefué en un nuevo vértigo.Entretanto, los perros seguían tras él, trotando con toda la lengua defuera. A veces, agotados, deteníanse en la sombra de un espartillo; sesentaban precipitando su jadeo, pero volvían al tormento del sol. Alfin, como la casa estaba ya próxima, apuraron el trote.Fué en ese momento cuando Old, que iba adelante, vió tras el alambradode la chacra a míster Jones, vestido de blanco, que caminaba haciaellos. El cachorro, con súbito recuerdo, volvió la cabeza y confrontó.--¡La Muerte, la Muerte!--aulló.Los otros la habían visto también, y ladraban erizados. Vieron queatravesaba el alambrado, y un instante creyeron que se iba aequivocar; pero al llegar a cien metros se detuvo, miró el grupo consus ojos celestes, y marchó adelante.--¡Que no camine ligero el patrón!--exclamó Prince.--¡Va a tropezar con él!--aullaron todos.En efecto, el otro, tras breve hesitación, había avanzado, pero nodirectamente sobre ellos como antes, sino en línea oblicua y enapariencia errónea, pero que debía llevarlo justo al encuentro demíster Jones. Los perros comprendieron que esta vez todo concluía,porque su patrón continuaba caminando a igual paso como un autómata,sin darse cuenta de nada. El otro llegaba ya. Hundieron el rabo ycorrieron de costado, aullando. Pasó un segundo, y el encuentro seprodujo. Míster Jones se detuvo, giró sobre sí mismo y se desplomó.Los peones, que lo vieron caer, lo llevaron a prisa al rancho, perofué inútil toda el agua; murió sin volver en sí. Míster Moore, suhermano materno, fué de Buenos Aires, estuvo una hora en la chacra yen cuatro días liquidó todo, volviéndose en seguida. Los indios serepartieron los perros que vivieron en adelante flacos y sarnosos, eiban todas las tardes con hambriento sigilo a comer espigas de maíz enlas chacras ajenas.
lunes, 26 de abril de 2010
Yzur.
Yzur
[Cuento. Texto completo]
Leopoldo Lugones
Compré el mono en el remate de un circo que había quebrado.
La primera vez que se me ocurrió tentar la experiencia a cuyo relato están dedicadas estas líneas, fue una tarde, leyendo no sé dónde, que los naturales de Java atribuían la falta de lenguaje articulado en los monos a la abstención, no a la incapacidad. "No hablan, decían, para que no los hagan trabajar".
Semejante idea, nada profunda al principio, acabó por preocuparme hasta convertirse en este postulado antropológico:
Los monos fueron hombres que por una u otra razón dejaron de hablar. El hecho produjo la atrofia de sus órganos de fonación y de los centros cerebrales del lenguaje; debilitó casi hasta suprimirla la relación entre unos y otros, fijando el idioma de la especie en el grito inarticulado, y el humano primitivo descendió a ser animal.
Claro es que si llegara a demostrarse esto quedarían explicadas desde luego todas las anomalías que hacen del mono un ser tan singular; pero esto no tendría sino una demostración posible: volver el mono al lenguaje.
Entre tanto había corrido el mundo con el mío, vinculándolo cada vez más por medio de peripecias y aventuras. En Europa llamó la atención, y de haberlo querido, llego a darle la celebridad de un Cónsul; pero mi seriedad de hombre de negocios mal se avenía con tales payasadas.
Trabajado por mi idea fija del lenguaje de los monos, agoté toda la bibliografía concerniente al problema, sin ningún resultado apreciable. Sabía únicamente, con entera seguridad, que no hay ninguna razón científica para que el mono no hable. Esto llevaba cinco años de meditaciones.
Yzur (nombre cuyo origen nunca pude descubrir, pues lo ignoraba igualmente su anterior patrón), Yzur era ciertamente un animal notable. La educación del circo, bien que reducida casi enteramente al mimetismo, había desarrollado mucho sus facultades; y esto era lo que me incitaba más a ensayar sobre él mi en apariencia disparatada teoría.
Por otra parte, sábese que el chimpancé (Yzur lo era) es entre los monos el mejor provisto de cerebro y uno de los más dóciles, lo cual aumentaba mis probabilidades. Cada vez que lo veía avanzar en dos pies, con las manos a la espalda para conservar el equilibrio, y su aspecto de marinero borracho, la convicción de su humanidad detenida se vigorizaba en mí.
No hay a la verdad razón alguna para que el mono no articule absolutamente. Su lenguaje natural, es decir, el conjunto de gritos con que se comunica a sus semejantes, es asaz variado; su laringe, por más distinta que resulte de la humana, nunca lo es tanto como la del loro, que habla sin embargo; y en cuanto a su cerebro, fuera de que la comparación con el de este último animal desvanece toda duda, basta recordar que el del idiota es también rudimentario, a pesar de lo cual hay cretinos que pronuncian algunas palabras. Por lo que hace a la circunvolución de Broca, depende, es claro, del desarrollo total del cerebro; fuera de que no está probado que ella sea fatalmente el sitio de localización del lenguaje. Si es el caso de localización mejor establecido en anatomía, los hechos contradictorios son desde luego incontestables.
Felizmente los monos tienen, entre sus muchas malas condiciones, el gusto por aprender, como lo demuestra su tendencia imitativa; la memoria feliz, la reflexión que llega hasta una profunda facultad de disimulo, y la atención comparativamente más desarrollada que en el niño. Es, pues, un sujeto pedagógico de los más favorables.
El mío era joven además, y es sabido que la juventud constituye la época más intelectual del mono, parecido en esto al negro. La dificultad estribaba solamente en el método que se emplearía para comunicarle la palabra. Conocía todas las infructuosas tentativas de mis antecesores; y está de más decir, que ante la competencia de algunos de ellos y la nulidad de todos sus esfuerzos, mis propósitos fallaron más de una vez, cuando el tanto pensar sobre aquel tema fue llevándome a esta conclusión:
Lo primero consiste en desarrollar el aparato de fonación del mono.
Así es, en efecto, como se procede con los sordomudos antes de llevarlos a la articulación; y no bien hube reflexionado sobre esto, cuando las analogías entre el sordomudo y el mono se agolparon en mi espíritu.
Primero de todo, su extraordinaria movilidad mímica que compensa al lenguaje articulado, demostrando que no por dejar de hablar se deja de pensar, así haya disminución de esta facultad por la paralización de aquella. Después otros caracteres más peculiares por ser más específicos: la diligencia en el trabajo, la fidelidad, el coraje, aumentados hasta la certidumbre por estas dos condiciones cuya comunidad es verdaderamente reveladora; la facilidad para los ejercicios de equilibrio y la resistencia al marco.
Decidí, entonces, empezar mi obra con una verdadera gimnasia de los labios y de la lengua de mi mono, tratándolo en esto como a un sordomudo. En lo restante, me favorecería el oído para establecer comunicaciones directas de palabra, sin necesidad de apelar al tacto. El lector verá que en esta parte prejuzgaba con demasiado optimismo.
Felizmente, el chimpancé es de todos los grandes monos el que tiene labios más movibles; y en el caso particular, habiendo padecido Yzur de anginas, sabía abrir la boca para que se la examinaran.
La primera inspección confirmó en parte mis sospechas. La lengua permanecía en el fondo de su boca, como una masa inerte, sin otros movimientos que los de la deglución. La gimnasia produjo luego su efecto, pues a los dos meses ya sabía sacar la lengua para burlar. Ésta fue la primera relación que conoció entre el movimiento de su lengua y una idea; una relación perfectamente acorde con su naturaleza, por otra parte.
Los labios dieron más trabajo, pues hasta hubo que estirárselos con pinzas; pero apreciaba -quizá por mi expresión- la importancia de aquella tarea anómala y la acometía con viveza. Mientras yo practicaba los movimientos labiales que debía imitar, permanecía sentado, rascándose la grupa con su brazo vuelto hacia atrás y guiñando en una concentración dubitativa, o alisándose las patillas con todo el aire de un hombre que armoniza sus ideas por medio de ademanes rítmicos. Al fin aprendió a mover los labios.
Pero el ejercicio del lenguaje es un arte difícil, como lo prueban los largos balbuceos del niño, que lo llevan, paralelamente con su desarrollo intelectual, a la adquisición del hábito. Está demostrado, en efecto, que el centro propio de las inervaciones vocales, se halla asociado con el de la palabra en forma tal, que el desarrollo normal de ambos depende de su ejercicio armónico; y esto ya lo había presentido en 1785 Heinicke, el inventor del método oral para la enseñanza de los sordomudos, como una consecuencia filosófica. Hablaba de una "concatenación dinámica de las ideas", frase cuya profunda claridad honraría a más de un psicólogo contemporáneo.
Yzur se encontraba, respecto al lenguaje, en la misma situación del niño que antes de hablar entiende ya muchas palabras; pero era mucho más apto para asociar los juicios que debía poseer sobre las cosas, por su mayor experiencia de la vida.
Estos juicios, que no debían ser sólo de impresión, sino también inquisitivos y disquisitivos, a juzgar por el carácter diferencial que asumían, lo cual supone un raciocinio abstracto, le daban un grado superior de inteligencia muy favorable por cierto a mi propósito.
Si mis teorías parecen demasiado audaces, basta con reflexionar que el silogismo, o sea el argumento lógico fundamental, no es extraño a la mente de muchos animales. Como que el silogismo es originariamente una comparación entre dos sensaciones. Si no, ¿por qué los animales que conocen al hombre huyen de él, y no los que nunca le conocieron?...
Comencé, entonces, la educación fonética de Yzur.
Tratábase de enseñarle primero la palabra mecánica, para llevarlo progresivamente a la palabra sensata.
Poseyendo el mono la voz, es decir, llevando esto de ventaja al sordomudo, con más ciertas articulaciones rudimentarias, tratábase de enseñarle las modificaciones de aquella, que constituyen los fonemas y su articulación, llamada por los maestros estática o dinámica, según que se refiera a las vocales o a las consonantes.
Dada la glotonería del mono, y siguiendo en esto un método empleado por Heinicke con los sordomudos, decidí asociar cada vocal con una golosina: a con papa; e con leche; i con vino; o con coco; u con azúcar, haciendo de modo que la vocal estuviese contenida en el nombre de la golosina, ora con dominio único y repetido como en papa, coco, leche, ora reuniendo los dos acentos, tónico y prosódico, es decir, como fundamental: vino, azúcar.
Todo anduvo bien, mientras se trató de las vocales, o sea los sonidos que se forman con la boca abierta. Yzur los aprendió en quince días. Sólo que a veces, el aire contenido en sus abazones les daba una rotundidad de trueno. La u fue lo que más le costó pronunciar.
Las consonantes me dieron un trabajo endemoniado, y a poco hube de comprender que nunca llegaría a pronunciar aquellas en cuya formación entran los dientes y las encías. Sus largos colmillos y sus abazones, lo estorbaban enteramente.
El vocabulario quedaba reducido, entonces a las cinco vocales, la b, la k, la m, la g, la f y la c, es decir todas aquellas consonantes en cuya formación no intervienen sino el paladar y la lengua.
Aun para esto no me bastó el oído. Hube de recurrir al tacto como un sordomudo, apoyando su mano en mi pecho y luego en el suyo para que sintiera las vibraciones del sonido.
Y pasaron tres años, sin conseguir que formara palabra alguna. Tendía a dar a las cosas, como nombre propio, el de la letra cuyo sonido predominaba en ellas. Esto era todo.
En el circo había aprendido a ladrar como los perros, sus compañeros de tarea; y cuando me veía desesperar ante las vanas tentativas para arrancarle la palabra, ladraba fuertemente como dándome todo lo que sabía. Pronunciaba aisladamente las vocales y consonantes, pero no podía asociarlas. Cuando más, acertaba con una repetición de pes y emes.
Por despacio que fuera, se había operado un gran cambio en su carácter. Tenía menos movilidad en las facciones, la mirada más profunda, y adoptaba posturas meditativas. Había adquirido, por ejemplo, la costumbre de contemplar las estrellas. Su sensibilidad se desarrollaba igualmente; íbasele notando una gran facilidad de lágrimas. Las lecciones continuaban con inquebrantable tesón, aunque sin mayor éxito. Aquello había llegado a convertirse en una obsesión dolorosa, y poco a poco sentíame inclinado a emplear la fuerza. Mi carácter iba agriándose con el fracaso, hasta asumir una sorda animosidad contra Yzur. Éste se intelectualizaba más, en el fondo de su mutismo rebelde, y empezaba a convencerme de que nunca lo sacaría de allí, cuando supe de golpe que no hablaba porque no quería. El cocinero, horrorizado, vino a decirme una noche que había sorprendido al mono "hablando verdaderas palabras". Estaba, según su narración, acurrucado junto a una higuera de la huerta; pero el terror le impedía recordar lo esencial de esto, es decir, las palabras. Sólo creía retener dos: cama y pipa. Casi le doy de puntapiés por su imbecilidad.
No necesito decir que pasé la noche poseído de una gran emoción; y lo que en tres años no había cometido, el error que todo lo echó a perder, provino del enervamiento de aquel desvelo, tanto como de mi excesiva curiosidad.
En vez de dejar que el mono llegara naturalmente a la manifestación del lenguaje, llaméle al día siguiente y procuré imponérsela por obediencia.
No conseguí sino las pes y las emes con que me tenía harto, las guiñadas hipócritas y -Dios me perdone- una cierta vislumbre de ironía en la azogada ubicuidad de sus muecas.
Me encolericé, y sin consideración alguna, le di de azotes. Lo único que logré fue su llanto y un silencio absoluto que excluía hasta los gemidos.
A los tres días cayó enfermo, en una especie de sombría demencia complicada con síntomas de meningitis. Sanguijuelas, afusiones frías, purgantes, revulsivos cutáneos, alcoholaturo de brionia, bromuro -toda la terapéutica del espantoso mal le fue aplicada. Luché con desesperado brío, a impulsos de un remordimiento y de un temor. Aquél por creer a la bestia una víctima de mi crueldad; éste por la suerte del secreto que quizá se llevaba a la tumba.
Mejoró al cabo de mucho tiempo, quedando, no obstante, tan débil, que no podía moverse de su cama. La proximidad de la muerte habíalo ennoblecido y humanizado. Sus ojos llenos de gratitud, no se separaban de mí, siguiéndome por toda la habitación como dos bolas giratorias, aunque estuviese detrás de él; su mano buscaba las mías en una intimidad de convalecencia. En mi gran soledad, iba adquiriendo rápidamente la importancia de una persona.
El demonio del análisis, que no es sino una forma del espíritu de perversidad, impulsábame, sin embargo, a renovar mis experiencias. En realidad el mono había hablado. Aquello no podía quedar así.
Comencé muy despacio, pidiéndole las letras que sabía pronunciar. ¡Nada! Dejelo solo durante horas, espiándolo por un agujerillo del tabique. ¡Nada! Hablele con oraciones breves, procurando tocar su fidelidad o su glotonería. ¡Nada! Cuando aquéllas eran patéticas, los ojos se le hinchaban de llanto. Cuando le decía una frase habitual, como el "yo soy tu amo" con que empezaba todas mis lecciones, o el "tú eres mi mono" con que completaba mi anterior afirmación, para llevar a un espíritu la certidumbre de una verdad total, él asentía cerrando los párpados; pero no producía sonido, ni siquiera llegaba a mover los labios.
Había vuelto a la gesticulación como único medio de comunicarse conmigo; y este detalle, unido a sus analogías con los sordomudos, hacía redoblar mis preocupaciones, pues nadie ignora la gran predisposición de estos últimos a las enfermedades mentales. Por momentos deseaba que se volviera loco, a ver si el delirio rompía al fin su silencio. Su convalecencia seguía estacionaria. La misma flacura, la misma tristeza. Era evidente que estaba enfermo de inteligencia y de dolor. Su unidad orgánica habíase roto al impulso de una cerebración anormal, y día más, día menos, aquél era caso perdido. Más, a pesar de la mansedumbre que el progreso de la enfermedad aumentaba en él, su silencio, aquel desesperante silencio provocado por mi exasperación, no cedía. Desde un oscuro fondo de tradición petrificada en instinto, la raza imponía su milenario mutismo al animal, fortaleciéndose de voluntad atávica en las raíces mismas de su ser. Los antiguos hombres de la selva, que forzó al silencio, es decir, al suicidio intelectual, quién sabe qué bárbara injusticia, mantenían su secreto formado por misterios de bosque y abismos de prehistoria, en aquella decisión ya inconsciente, pero formidable con la inmensidad de su tiempo. Infortunios del antropoide retrasado en la evolución cuya delantera tomaba el humano con un despotismo de sombría barbarie, habían, sin duda, destronado a las grandes familias cuadrumanas del dominio arbóreo de sus primitivos edenes, raleando sus filas, cautivando sus hembras para organizar la esclavitud desde el propio vientre materno, hasta infundir a su impotencia de vencidas el acto de dignidad mortal que las llevaba a romper con el enemigo el vínculo superior también, pero infausto, de la palabra, refugiándose como salvación suprema en la noche de la animalidad.
Y qué horrores, qué estupendas sevicias no habrían cometido los vencedores con la semibestia en trance de evolución, para que ésta, después de haber gustado el encanto intelectual que es el fruto paradisíaco de las biblias, se resignara a aquella claudicación de su extirpe en la degradante igualdad de los inferiores; a aquel retroceso que cristalizaba por siempre su inteligencia en los gestos de un automatismo de acróbata; a aquella gran cobardía de la vida que encorvaría eternamente, como en distintivo bestial, sus espaldas de dominado, imprimiéndole ese melancólico azoramiento que permanece en el fondo de su caricatura.
He aquí lo que, al borde mismo del éxito, había despertado mi malhumor en el fondo del limbo atávico. A través del millón de años, la palabra, con su conjuro, removía la antigua alma simiana; pero contra esa tentación que iba a violar las tinieblas de la animalidad protectora, la memoria ancestral, difundida en la especie bajo un instintivo horror, oponía también edad sobre edad como una muralla.
Yzur entró en agonía sin perder el conocimiento. Una dulce agonía a ojos cerrados, con respiración débil, pulso vago, quietud absoluta, que sólo interrumpía para volver de cuando en cuando hacia mí, con una desgarradora expresión de eternidad, su cara de viejo mulato triste. Y la última noche, la tarde de su muerte, fue cuando ocurrió la cosa extraordinaria que me ha decidido a emprender esta narración.
Habíame dormitado a su cabecera, vencido por el calor y la quietud del crepúsculo que empezaba, cuando sentí de pronto que me asían por la muñeca.
Desperté sobresaltado. El mono, con los ojos muy abiertos, se moría definitivamente aquella vez, y su expresión era tan humana, que me infundió horror; pero su mano, sus ojos, me atraían con tanta elocuencia hacia él, que hube de inclinarme de inmediato a su rostro; y entonces, con su último suspiro, el último suspiro que coronaba y desvanecía a la vez mi esperanza, brotaron -estoy seguro-, brotaron en un murmullo (¿cómo explicar el tono de una voz que ha permanecido sin hablar diez mil siglos?) estas palabras cuya humanidad reconciliaba las especies:
-AMO, AGUA, AMO, MI AMO...
[Cuento. Texto completo]
Leopoldo Lugones
Compré el mono en el remate de un circo que había quebrado.
La primera vez que se me ocurrió tentar la experiencia a cuyo relato están dedicadas estas líneas, fue una tarde, leyendo no sé dónde, que los naturales de Java atribuían la falta de lenguaje articulado en los monos a la abstención, no a la incapacidad. "No hablan, decían, para que no los hagan trabajar".
Semejante idea, nada profunda al principio, acabó por preocuparme hasta convertirse en este postulado antropológico:
Los monos fueron hombres que por una u otra razón dejaron de hablar. El hecho produjo la atrofia de sus órganos de fonación y de los centros cerebrales del lenguaje; debilitó casi hasta suprimirla la relación entre unos y otros, fijando el idioma de la especie en el grito inarticulado, y el humano primitivo descendió a ser animal.
Claro es que si llegara a demostrarse esto quedarían explicadas desde luego todas las anomalías que hacen del mono un ser tan singular; pero esto no tendría sino una demostración posible: volver el mono al lenguaje.
Entre tanto había corrido el mundo con el mío, vinculándolo cada vez más por medio de peripecias y aventuras. En Europa llamó la atención, y de haberlo querido, llego a darle la celebridad de un Cónsul; pero mi seriedad de hombre de negocios mal se avenía con tales payasadas.
Trabajado por mi idea fija del lenguaje de los monos, agoté toda la bibliografía concerniente al problema, sin ningún resultado apreciable. Sabía únicamente, con entera seguridad, que no hay ninguna razón científica para que el mono no hable. Esto llevaba cinco años de meditaciones.
Yzur (nombre cuyo origen nunca pude descubrir, pues lo ignoraba igualmente su anterior patrón), Yzur era ciertamente un animal notable. La educación del circo, bien que reducida casi enteramente al mimetismo, había desarrollado mucho sus facultades; y esto era lo que me incitaba más a ensayar sobre él mi en apariencia disparatada teoría.
Por otra parte, sábese que el chimpancé (Yzur lo era) es entre los monos el mejor provisto de cerebro y uno de los más dóciles, lo cual aumentaba mis probabilidades. Cada vez que lo veía avanzar en dos pies, con las manos a la espalda para conservar el equilibrio, y su aspecto de marinero borracho, la convicción de su humanidad detenida se vigorizaba en mí.
No hay a la verdad razón alguna para que el mono no articule absolutamente. Su lenguaje natural, es decir, el conjunto de gritos con que se comunica a sus semejantes, es asaz variado; su laringe, por más distinta que resulte de la humana, nunca lo es tanto como la del loro, que habla sin embargo; y en cuanto a su cerebro, fuera de que la comparación con el de este último animal desvanece toda duda, basta recordar que el del idiota es también rudimentario, a pesar de lo cual hay cretinos que pronuncian algunas palabras. Por lo que hace a la circunvolución de Broca, depende, es claro, del desarrollo total del cerebro; fuera de que no está probado que ella sea fatalmente el sitio de localización del lenguaje. Si es el caso de localización mejor establecido en anatomía, los hechos contradictorios son desde luego incontestables.
Felizmente los monos tienen, entre sus muchas malas condiciones, el gusto por aprender, como lo demuestra su tendencia imitativa; la memoria feliz, la reflexión que llega hasta una profunda facultad de disimulo, y la atención comparativamente más desarrollada que en el niño. Es, pues, un sujeto pedagógico de los más favorables.
El mío era joven además, y es sabido que la juventud constituye la época más intelectual del mono, parecido en esto al negro. La dificultad estribaba solamente en el método que se emplearía para comunicarle la palabra. Conocía todas las infructuosas tentativas de mis antecesores; y está de más decir, que ante la competencia de algunos de ellos y la nulidad de todos sus esfuerzos, mis propósitos fallaron más de una vez, cuando el tanto pensar sobre aquel tema fue llevándome a esta conclusión:
Lo primero consiste en desarrollar el aparato de fonación del mono.
Así es, en efecto, como se procede con los sordomudos antes de llevarlos a la articulación; y no bien hube reflexionado sobre esto, cuando las analogías entre el sordomudo y el mono se agolparon en mi espíritu.
Primero de todo, su extraordinaria movilidad mímica que compensa al lenguaje articulado, demostrando que no por dejar de hablar se deja de pensar, así haya disminución de esta facultad por la paralización de aquella. Después otros caracteres más peculiares por ser más específicos: la diligencia en el trabajo, la fidelidad, el coraje, aumentados hasta la certidumbre por estas dos condiciones cuya comunidad es verdaderamente reveladora; la facilidad para los ejercicios de equilibrio y la resistencia al marco.
Decidí, entonces, empezar mi obra con una verdadera gimnasia de los labios y de la lengua de mi mono, tratándolo en esto como a un sordomudo. En lo restante, me favorecería el oído para establecer comunicaciones directas de palabra, sin necesidad de apelar al tacto. El lector verá que en esta parte prejuzgaba con demasiado optimismo.
Felizmente, el chimpancé es de todos los grandes monos el que tiene labios más movibles; y en el caso particular, habiendo padecido Yzur de anginas, sabía abrir la boca para que se la examinaran.
La primera inspección confirmó en parte mis sospechas. La lengua permanecía en el fondo de su boca, como una masa inerte, sin otros movimientos que los de la deglución. La gimnasia produjo luego su efecto, pues a los dos meses ya sabía sacar la lengua para burlar. Ésta fue la primera relación que conoció entre el movimiento de su lengua y una idea; una relación perfectamente acorde con su naturaleza, por otra parte.
Los labios dieron más trabajo, pues hasta hubo que estirárselos con pinzas; pero apreciaba -quizá por mi expresión- la importancia de aquella tarea anómala y la acometía con viveza. Mientras yo practicaba los movimientos labiales que debía imitar, permanecía sentado, rascándose la grupa con su brazo vuelto hacia atrás y guiñando en una concentración dubitativa, o alisándose las patillas con todo el aire de un hombre que armoniza sus ideas por medio de ademanes rítmicos. Al fin aprendió a mover los labios.
Pero el ejercicio del lenguaje es un arte difícil, como lo prueban los largos balbuceos del niño, que lo llevan, paralelamente con su desarrollo intelectual, a la adquisición del hábito. Está demostrado, en efecto, que el centro propio de las inervaciones vocales, se halla asociado con el de la palabra en forma tal, que el desarrollo normal de ambos depende de su ejercicio armónico; y esto ya lo había presentido en 1785 Heinicke, el inventor del método oral para la enseñanza de los sordomudos, como una consecuencia filosófica. Hablaba de una "concatenación dinámica de las ideas", frase cuya profunda claridad honraría a más de un psicólogo contemporáneo.
Yzur se encontraba, respecto al lenguaje, en la misma situación del niño que antes de hablar entiende ya muchas palabras; pero era mucho más apto para asociar los juicios que debía poseer sobre las cosas, por su mayor experiencia de la vida.
Estos juicios, que no debían ser sólo de impresión, sino también inquisitivos y disquisitivos, a juzgar por el carácter diferencial que asumían, lo cual supone un raciocinio abstracto, le daban un grado superior de inteligencia muy favorable por cierto a mi propósito.
Si mis teorías parecen demasiado audaces, basta con reflexionar que el silogismo, o sea el argumento lógico fundamental, no es extraño a la mente de muchos animales. Como que el silogismo es originariamente una comparación entre dos sensaciones. Si no, ¿por qué los animales que conocen al hombre huyen de él, y no los que nunca le conocieron?...
Comencé, entonces, la educación fonética de Yzur.
Tratábase de enseñarle primero la palabra mecánica, para llevarlo progresivamente a la palabra sensata.
Poseyendo el mono la voz, es decir, llevando esto de ventaja al sordomudo, con más ciertas articulaciones rudimentarias, tratábase de enseñarle las modificaciones de aquella, que constituyen los fonemas y su articulación, llamada por los maestros estática o dinámica, según que se refiera a las vocales o a las consonantes.
Dada la glotonería del mono, y siguiendo en esto un método empleado por Heinicke con los sordomudos, decidí asociar cada vocal con una golosina: a con papa; e con leche; i con vino; o con coco; u con azúcar, haciendo de modo que la vocal estuviese contenida en el nombre de la golosina, ora con dominio único y repetido como en papa, coco, leche, ora reuniendo los dos acentos, tónico y prosódico, es decir, como fundamental: vino, azúcar.
Todo anduvo bien, mientras se trató de las vocales, o sea los sonidos que se forman con la boca abierta. Yzur los aprendió en quince días. Sólo que a veces, el aire contenido en sus abazones les daba una rotundidad de trueno. La u fue lo que más le costó pronunciar.
Las consonantes me dieron un trabajo endemoniado, y a poco hube de comprender que nunca llegaría a pronunciar aquellas en cuya formación entran los dientes y las encías. Sus largos colmillos y sus abazones, lo estorbaban enteramente.
El vocabulario quedaba reducido, entonces a las cinco vocales, la b, la k, la m, la g, la f y la c, es decir todas aquellas consonantes en cuya formación no intervienen sino el paladar y la lengua.
Aun para esto no me bastó el oído. Hube de recurrir al tacto como un sordomudo, apoyando su mano en mi pecho y luego en el suyo para que sintiera las vibraciones del sonido.
Y pasaron tres años, sin conseguir que formara palabra alguna. Tendía a dar a las cosas, como nombre propio, el de la letra cuyo sonido predominaba en ellas. Esto era todo.
En el circo había aprendido a ladrar como los perros, sus compañeros de tarea; y cuando me veía desesperar ante las vanas tentativas para arrancarle la palabra, ladraba fuertemente como dándome todo lo que sabía. Pronunciaba aisladamente las vocales y consonantes, pero no podía asociarlas. Cuando más, acertaba con una repetición de pes y emes.
Por despacio que fuera, se había operado un gran cambio en su carácter. Tenía menos movilidad en las facciones, la mirada más profunda, y adoptaba posturas meditativas. Había adquirido, por ejemplo, la costumbre de contemplar las estrellas. Su sensibilidad se desarrollaba igualmente; íbasele notando una gran facilidad de lágrimas. Las lecciones continuaban con inquebrantable tesón, aunque sin mayor éxito. Aquello había llegado a convertirse en una obsesión dolorosa, y poco a poco sentíame inclinado a emplear la fuerza. Mi carácter iba agriándose con el fracaso, hasta asumir una sorda animosidad contra Yzur. Éste se intelectualizaba más, en el fondo de su mutismo rebelde, y empezaba a convencerme de que nunca lo sacaría de allí, cuando supe de golpe que no hablaba porque no quería. El cocinero, horrorizado, vino a decirme una noche que había sorprendido al mono "hablando verdaderas palabras". Estaba, según su narración, acurrucado junto a una higuera de la huerta; pero el terror le impedía recordar lo esencial de esto, es decir, las palabras. Sólo creía retener dos: cama y pipa. Casi le doy de puntapiés por su imbecilidad.
No necesito decir que pasé la noche poseído de una gran emoción; y lo que en tres años no había cometido, el error que todo lo echó a perder, provino del enervamiento de aquel desvelo, tanto como de mi excesiva curiosidad.
En vez de dejar que el mono llegara naturalmente a la manifestación del lenguaje, llaméle al día siguiente y procuré imponérsela por obediencia.
No conseguí sino las pes y las emes con que me tenía harto, las guiñadas hipócritas y -Dios me perdone- una cierta vislumbre de ironía en la azogada ubicuidad de sus muecas.
Me encolericé, y sin consideración alguna, le di de azotes. Lo único que logré fue su llanto y un silencio absoluto que excluía hasta los gemidos.
A los tres días cayó enfermo, en una especie de sombría demencia complicada con síntomas de meningitis. Sanguijuelas, afusiones frías, purgantes, revulsivos cutáneos, alcoholaturo de brionia, bromuro -toda la terapéutica del espantoso mal le fue aplicada. Luché con desesperado brío, a impulsos de un remordimiento y de un temor. Aquél por creer a la bestia una víctima de mi crueldad; éste por la suerte del secreto que quizá se llevaba a la tumba.
Mejoró al cabo de mucho tiempo, quedando, no obstante, tan débil, que no podía moverse de su cama. La proximidad de la muerte habíalo ennoblecido y humanizado. Sus ojos llenos de gratitud, no se separaban de mí, siguiéndome por toda la habitación como dos bolas giratorias, aunque estuviese detrás de él; su mano buscaba las mías en una intimidad de convalecencia. En mi gran soledad, iba adquiriendo rápidamente la importancia de una persona.
El demonio del análisis, que no es sino una forma del espíritu de perversidad, impulsábame, sin embargo, a renovar mis experiencias. En realidad el mono había hablado. Aquello no podía quedar así.
Comencé muy despacio, pidiéndole las letras que sabía pronunciar. ¡Nada! Dejelo solo durante horas, espiándolo por un agujerillo del tabique. ¡Nada! Hablele con oraciones breves, procurando tocar su fidelidad o su glotonería. ¡Nada! Cuando aquéllas eran patéticas, los ojos se le hinchaban de llanto. Cuando le decía una frase habitual, como el "yo soy tu amo" con que empezaba todas mis lecciones, o el "tú eres mi mono" con que completaba mi anterior afirmación, para llevar a un espíritu la certidumbre de una verdad total, él asentía cerrando los párpados; pero no producía sonido, ni siquiera llegaba a mover los labios.
Había vuelto a la gesticulación como único medio de comunicarse conmigo; y este detalle, unido a sus analogías con los sordomudos, hacía redoblar mis preocupaciones, pues nadie ignora la gran predisposición de estos últimos a las enfermedades mentales. Por momentos deseaba que se volviera loco, a ver si el delirio rompía al fin su silencio. Su convalecencia seguía estacionaria. La misma flacura, la misma tristeza. Era evidente que estaba enfermo de inteligencia y de dolor. Su unidad orgánica habíase roto al impulso de una cerebración anormal, y día más, día menos, aquél era caso perdido. Más, a pesar de la mansedumbre que el progreso de la enfermedad aumentaba en él, su silencio, aquel desesperante silencio provocado por mi exasperación, no cedía. Desde un oscuro fondo de tradición petrificada en instinto, la raza imponía su milenario mutismo al animal, fortaleciéndose de voluntad atávica en las raíces mismas de su ser. Los antiguos hombres de la selva, que forzó al silencio, es decir, al suicidio intelectual, quién sabe qué bárbara injusticia, mantenían su secreto formado por misterios de bosque y abismos de prehistoria, en aquella decisión ya inconsciente, pero formidable con la inmensidad de su tiempo. Infortunios del antropoide retrasado en la evolución cuya delantera tomaba el humano con un despotismo de sombría barbarie, habían, sin duda, destronado a las grandes familias cuadrumanas del dominio arbóreo de sus primitivos edenes, raleando sus filas, cautivando sus hembras para organizar la esclavitud desde el propio vientre materno, hasta infundir a su impotencia de vencidas el acto de dignidad mortal que las llevaba a romper con el enemigo el vínculo superior también, pero infausto, de la palabra, refugiándose como salvación suprema en la noche de la animalidad.
Y qué horrores, qué estupendas sevicias no habrían cometido los vencedores con la semibestia en trance de evolución, para que ésta, después de haber gustado el encanto intelectual que es el fruto paradisíaco de las biblias, se resignara a aquella claudicación de su extirpe en la degradante igualdad de los inferiores; a aquel retroceso que cristalizaba por siempre su inteligencia en los gestos de un automatismo de acróbata; a aquella gran cobardía de la vida que encorvaría eternamente, como en distintivo bestial, sus espaldas de dominado, imprimiéndole ese melancólico azoramiento que permanece en el fondo de su caricatura.
He aquí lo que, al borde mismo del éxito, había despertado mi malhumor en el fondo del limbo atávico. A través del millón de años, la palabra, con su conjuro, removía la antigua alma simiana; pero contra esa tentación que iba a violar las tinieblas de la animalidad protectora, la memoria ancestral, difundida en la especie bajo un instintivo horror, oponía también edad sobre edad como una muralla.
Yzur entró en agonía sin perder el conocimiento. Una dulce agonía a ojos cerrados, con respiración débil, pulso vago, quietud absoluta, que sólo interrumpía para volver de cuando en cuando hacia mí, con una desgarradora expresión de eternidad, su cara de viejo mulato triste. Y la última noche, la tarde de su muerte, fue cuando ocurrió la cosa extraordinaria que me ha decidido a emprender esta narración.
Habíame dormitado a su cabecera, vencido por el calor y la quietud del crepúsculo que empezaba, cuando sentí de pronto que me asían por la muñeca.
Desperté sobresaltado. El mono, con los ojos muy abiertos, se moría definitivamente aquella vez, y su expresión era tan humana, que me infundió horror; pero su mano, sus ojos, me atraían con tanta elocuencia hacia él, que hube de inclinarme de inmediato a su rostro; y entonces, con su último suspiro, el último suspiro que coronaba y desvanecía a la vez mi esperanza, brotaron -estoy seguro-, brotaron en un murmullo (¿cómo explicar el tono de una voz que ha permanecido sin hablar diez mil siglos?) estas palabras cuya humanidad reconciliaba las especies:
-AMO, AGUA, AMO, MI AMO...
Los caballos de Abdera.- LUCIO.
Los caballos de Abdera
[Cuento. Texto completo]
Leopoldo Lugones
Abdera, la ciudad tracia del Egeo, que actualmente es Balastra y que no debe ser confundida con su tocaya bética, era célebre por sus caballos.
Descollar en Tracia por sus caballos, no era poco; y ella descollaba hasta ser única. Los habitantes todos tenían a gala la educación de tan noble animal, y esta pasión cultivada a porfía durante largos años, hasta formar parte de las tradiciones fundamentales, había producido efectos maravillosos. Los caballos de Abdera gozaban de fama excepcional, y todas las poblaciones tracias, desde los cicones hasta los bisaltos, eran tributarios en esto de los bistones, pobladores de la mencionada ciudad. Debe añadirse que semejante industria, uniendo el provecho a la satisfacción, ocupaba desde el rey hasta el último ciudadano.
Estas circunstancias habían contribuido también a intimar las relaciones entre el bruto y sus dueños, mucho más de lo que era y es habitual para el resto de las naciones; llegando a considerarse las caballerizas como un ensanche del hogar, y extremándose las naturales exageraciones de toda pasión, hasta admitir caballos en la mesa. Eran verdaderamente notables corceles, pero bestias al fin. Otros dormían en cobertores de biso; algunos pesebres tenían frescos sencillos, pues no pocos veterinarios sostenían el gusto artístico de la raza caballar, y el cementerio equino ostentaba entre pompas burguesas, ciertamente recargadas, dos o tres obras maestras. El templo más hermoso de la ciudad estaba consagrado a Anón, el caballo que Neptuno hizo salir de la tierra con un golpe de su tridente; y creo que la moda de rematar las proas en cabezas de caballo, tenga igual proveniencia: siendo seguro en todo caso que los bajos relieves hípicos fueron el ornamento más común de toda aquella arquitectura. El monarca era quien se mostraba más decidido por los corceles, llegando hasta tolerar a los suyos verdaderos crímenes que los volvieron singularmente bravíos; de tal modo que los nombres de Podargos y de Lampón figuraban en fábulas sombrías; pues es del caso decir que los caballos tenían nombres como personas.
Tan amaestrados estaban aquellos animales, que las bridas eran innecesarias, conservándolas únicamente como adornos, muy apreciados desde luego por los mismos caballos. La palabra era el medio usual de comunicación con ellos; y observándose que la libertad favorecía el desarrollo de sus buenas condiciones, dejábanlos todo el tiempo no requerido por la albarda o el arnés en libertad de cruzar a sus anchas las magníficas praderas formadas en el suburbio, a la orilla del Kossínites para su recreo y alimentación.
A son de trompa los convocaban cuando era menester, y así para el trabajo como para el pienso eran exactísimos. Rayaba en lo increíble su habilidad para toda clase de juegos de circo y hasta de salón, su bravura en los combates, su discreción en las ceremonias solemnes. Así, el hipódromo de Abdera tanto como sus compañías de volatines; su caballería acorazada de bronce y sus sepelios, habían alcanzado tal renombre, que de todas partes acudía gente a admirarlos: mérito compartido por igual entre domadores y corceles.
Aquella educación persistente, aquel forzado despliegue de condiciones, y para decirlo todo en una palabra, aquella humanización de la raza equina iban engendrando un fenómeno que los bistones festejaban como otra gloria nacional. La inteligencia de los caballos comenzaba a desarrollarse pareja con su conciencia, produciendo casos anormales que daban pábulo al comentario general.
Una yegua había exigido espejos en su pesebre, arrancándolos con los dientes de la propia alcoba patronal y destruyendo a coces los de tres paneles cuando no le hicieron el gusto. Concedido el capricho daba muestras de coquetería perfectamente visible. Balios, el más bello potro de la comarca, un blanco elegante y sentimental que tenía dos campañas militares y manifestaba regocijo ante el recitado de hexámetros heroicos, acababa de morir de amor por una dama. Era la mujer de un general, dueño del enamorado bruto, y por cierto no ocultaba el suceso. Hasta se creía que halagaba su vanidad, siendo esto muy natural, por otra parte, en la ecuestre metrópoli.
Señalábase igualmente casos de infanticidio, que aumentando en forma alarmante, fue necesario corregir con la presencia de viejas mulas adoptivas; un gusto creciente por el pescado y por el cáñamo cuyas plantaciones saqueaban los animales; y varias rebeliones aisladas que hubo de corregirse, siendo insuficiente el látigo, por medio del hierro candente. Esto último fue en aumento, pues el instinto de rebelión progresaba a pesar de todo.
Los bistones, más encantados cada vez con sus caballos, no paraban mientes en eso. Otros hechos más significativos produjéronse de allí a poco. Dos o tres atalajes habían hecho causa común contra un carretero que azotaba su yegua rebelde. Los caballos resistíanse cada vez más al enganche y al yugo, de tal modo que empezó a preferirse el asno. Había animales que no aceptaban determinado apero; mas como pertenecían a los ricos, se defería a su rebelión comentándola mimosamente a título de capricho.
Un día los caballos no vinieron al son de la trompa, y fue menester constreñirlos por la fuerza; pero los subsiguientes no se reprodujo la rebelión.
Al fin ésta ocurrió cierta vez que la marea cubrió la playa de pescado muerto, como solía suceder. Los caballos se hartaron de eso, y se les vio regresar al campo suburbano con lentitud sombría.
Medianoche era cuando estalló el singular conflicto.
De pronto un trueno sordo y persistente conmovió el ámbito de la ciudad. Era que todos los caballos se habían puesto en movimiento a la vez para asaltarla, pero esto se supo luego, inadvertido al principio en la sombra de la noche y la sorpresa de lo inesperado.
Como las praderas de pastoreo quedaban entre las murallas, nada pudo contener la agresión; y añadido a esto el conocimiento minucioso que los animales tenían de los domicilios, ambas cosas acrecentaron la catástrofe.
Noche memorable entre todas, sus horrores sólo aparecieron cuando el día vino a ponerlos en evidencia, multiplicándolos aun. Las puertas reventadas a coces yacían por el suelo dando paso a feroces manadas que se sucedían casi sin interrupción. Había corrido sangre, pues no pocos vecinos cayeron aplastados bajo el casco y los dientes de la banda en cuyas filas causaron estragos también las armas humanas.
Conmovida de tropeles, la ciudad oscurecíase con la polvareda que engendraban; y un extraño tumulto formado por gritos de cólera o de dolor, relinchos variados como palabras a los cuales mezclábase uno que otro doloroso rebuzno, y estampidos de coces sobre las puertas atacadas, unía su espanto al pavor visible de la catástrofe. Una especie de terremoto incesante hacía vibrar el suelo con el trote de la masa rebelde, exaltado a ratos como en ráfaga huracanada por frenéticos tropeles sin dirección y sin objeto; pues habiendo saqueado todos los plantíos de cáñamo, y hasta algunas bodegas que codiciaban aquellos corceles pervertidos por los refinamientos de la mesa, grupos de animales ebrios aceleraban la obra de destrucción. Y por el lado del mar era imposible huir. Los caballos, conociendo la misión de las naves, cerraban el acceso del puerto.
Sólo la fortaleza permanecía incólume y empezábase a organizar en ella la resistencia. Por lo pronto cubríase de dardos a todo caballo que cruzaba por allí, y cuando caía cerca era arrastrado al interior como vitualla.
Entre los vecinos refugiados circulaban los más extraños rumores. El primer ataque no fue sino un saqueo. Derribadas las puertas, las manadas introducíanse en las habitaciones, atentas sólo a las colgaduras suntuosas con que intentaban revestirse, a las joyas y objetos brillantes. La oposición a sus designios fue lo que suscitó su furia.
Otros hablaban de monstruosos amores, de mujeres asaltadas y aplastadas en sus propios lechos con ímpetu bestial; y hasta se señalaba a una noble doncella que sollozando narraba entre dos crisis su percance: el despertar en la alcoba a la media luz de la lámpara, rozados sus labios por la innoble jeta de un potro negro que respingaba de placer el belfo enseñando su dentadura asquerosa; su grito de pavor ante aquella bestia convertida en fiera, con el resplandor humano y malévolo de sus ojos incendiados de lubricidad; el mar de sangre con que la inundara al caer atravesado por la espada de un servidor...
Mencionábase varios asesinatos en que las yeguas se habían divertido con saña femenil, despachurrando a mordiscos a las víctimas. Los asnos habían sido exterminados, y las mulas subleváronse también, pero con torpeza inconsciente, destruyendo por destruir, y particularmente encarnizadas contra los perros.
El tronar de las carreras locas seguía estremeciendo la ciudad, y el fragor de los derrumbes iba aumentando. Era urgente organizar una salida, por más que el número y la fuerza de los asaltantes la hiciera singularmente peligrosa, si no se quería abandonar la ciudad a la más insensata destrucción.
Los hombres empezaron a armarse; mas, pasado el primer momento de licencia, los caballos habíanse decidido a atacar también.
Un brusco silencio precedió al asalto. Desde la fortaleza distinguían el terrible ejército que se congregaba, no sin trabajo, en el hipódromo. Aquello tardó varias horas, pues cuando todo parecía dispuesto, súbitos corcovos y agudísimos relinchos cuya causa era imposible discernir, desordenaban profundamente las filas.
El sol declinaba ya, cuando se produjo la primera carga. No fue, si se permite la frase, más que una demostración, pues los animales se limitaron a pasar corriendo frente a la fortaleza. En cambio, quedaron acribillados por las saetas de los defensores.
Desde el más remoto extremo de la ciudad, lanzáronse otra vez, y su choque contra las defensas fue formidable. La fortaleza retumbó entera bajo aquella tempestad de cascos, y sus recias murallas dóricas quedaron, a decir vedad, profundamente trabajadas.
Sobrevino un rechazo, al cual sucedió muy luego un nuevo ataque.
Los que demolían eran caballos y mulos herrados que caían a docenas; pero sus filas cerrábanse con encarnizamiento furioso, sin que la masa pareciera disminuir. Lo peor era que algunos habían conseguido vestir sus bardas de combate en cuya malla de acero se embotaban los dardos. Otros llevaban jirones de tela vistosa, otros, collares, y pueriles en su mismo furor, ensayaban inesperados retozos.
De las murallas los conocían. ¡Dinos, Aethon, Ameteo, Xanthos! Y ellos saludaban, relinchaban gozosamente, enarcaban la cola, cargando en seguida con fogosos respingos. Uno, un jefe ciertamente, irguióse sobre sus corvejones, caminó así un trecho manoteando gallardamente al aire como si danzara un marcial balisteo, contorneando el cuello con serpentina elegancia, hasta que un dardo se le clavó en medio del pecho...
Entre tanto, el ataque iba triunfando. Las murallas empezaban a ceder.
Súbitamente una alarma paralizó a las bestias. Unas sobre otras, apoyándose en ancas y lomos, alargaron sus cuellos hacia la alameda que bordeaba la margen del Kossínites; y los defensores volviéndose hacia la misma dirección, contemplaron un tremendo espectáculo.
Dominando la arboleda negra, espantosa sobre el cielo de la tarde, una colosal cabeza de león miraba hacia la ciudad. Era una de esas fieras antediluvianas cuyos ejemplares, cada vez más raros, devastaban de tiempo en tiempo los montes Ródopes. Mas nunca se había visto nada tan monstruoso, pues aquella cabeza dominaba los más altos árboles, mezclando a las hojas teñidas de crepúsculo las greñas de su melena.
Brillaban claramente sus enormes colmillos, percibíase sus ojos fruncidos ante la luz, llegaba en el hálito de la brisa su olor bravío, inmóvil entre la palpitación del follaje, herrumbrada por el sol casi hasta dorarse su gigantesca crin, alzábase ante el horizonte como uno de esos bloques en que el pelasgo, contemporáneo de las montañas, esculpió sus bárbaras divinidades.
Y de repente empezó a andar, lento como el océano. Oíase el rumor de la fronda que su pecho apartaba, su aliento de fragua que iba sin duda a estremecer la ciudad cambiándose en rugido.
A pesar de su fuerza prodigiosa y de su número, los caballos sublevados no resistieron semejante aproximación. Un solo ímpetu los arrastró por la playa, en dirección a la Macedonia, levantando un verdadero huracán de arena y de espuma, pues no pocos disparábanse a través de las olas.
En la fortaleza reinaba el pánico. ¿Qué podrían contra semejante enemigo? ¿Qué gozne de bronce resistiría a sus mandíbulas? ¿Qué muro a sus garras...?
Comenzaban ya a preferir el pasado riesgo (al fin en una lucha contra bestias civilizadas), sin aliento ni para enflechar sus arcos, cuando el monstruo salió de la alameda. No fue un rugido lo que brotó de sus fauces, sino un grito de guerra humano, el bélico "¡alalé!" de los combates, al que respondieron con regocijo triunfal los "hoyohei" y los "hoyotohó" de la fortaleza.
¡Glorioso prodigio!
Bajo la cabeza del felino, irradiaba luz superior el rostro de un numen; y mezclados soberbiamente con la flava piel, resaltaban su pecho marmóreo, sus brazos de encina, sus muslos estupendos.
Y un grito, un solo grito de libertad, de reconocimiento, de orgullo, llenó la tarde:
—¡Hércules, es Hércules que llega!
[Cuento. Texto completo]
Leopoldo Lugones
Abdera, la ciudad tracia del Egeo, que actualmente es Balastra y que no debe ser confundida con su tocaya bética, era célebre por sus caballos.
Descollar en Tracia por sus caballos, no era poco; y ella descollaba hasta ser única. Los habitantes todos tenían a gala la educación de tan noble animal, y esta pasión cultivada a porfía durante largos años, hasta formar parte de las tradiciones fundamentales, había producido efectos maravillosos. Los caballos de Abdera gozaban de fama excepcional, y todas las poblaciones tracias, desde los cicones hasta los bisaltos, eran tributarios en esto de los bistones, pobladores de la mencionada ciudad. Debe añadirse que semejante industria, uniendo el provecho a la satisfacción, ocupaba desde el rey hasta el último ciudadano.
Estas circunstancias habían contribuido también a intimar las relaciones entre el bruto y sus dueños, mucho más de lo que era y es habitual para el resto de las naciones; llegando a considerarse las caballerizas como un ensanche del hogar, y extremándose las naturales exageraciones de toda pasión, hasta admitir caballos en la mesa. Eran verdaderamente notables corceles, pero bestias al fin. Otros dormían en cobertores de biso; algunos pesebres tenían frescos sencillos, pues no pocos veterinarios sostenían el gusto artístico de la raza caballar, y el cementerio equino ostentaba entre pompas burguesas, ciertamente recargadas, dos o tres obras maestras. El templo más hermoso de la ciudad estaba consagrado a Anón, el caballo que Neptuno hizo salir de la tierra con un golpe de su tridente; y creo que la moda de rematar las proas en cabezas de caballo, tenga igual proveniencia: siendo seguro en todo caso que los bajos relieves hípicos fueron el ornamento más común de toda aquella arquitectura. El monarca era quien se mostraba más decidido por los corceles, llegando hasta tolerar a los suyos verdaderos crímenes que los volvieron singularmente bravíos; de tal modo que los nombres de Podargos y de Lampón figuraban en fábulas sombrías; pues es del caso decir que los caballos tenían nombres como personas.
Tan amaestrados estaban aquellos animales, que las bridas eran innecesarias, conservándolas únicamente como adornos, muy apreciados desde luego por los mismos caballos. La palabra era el medio usual de comunicación con ellos; y observándose que la libertad favorecía el desarrollo de sus buenas condiciones, dejábanlos todo el tiempo no requerido por la albarda o el arnés en libertad de cruzar a sus anchas las magníficas praderas formadas en el suburbio, a la orilla del Kossínites para su recreo y alimentación.
A son de trompa los convocaban cuando era menester, y así para el trabajo como para el pienso eran exactísimos. Rayaba en lo increíble su habilidad para toda clase de juegos de circo y hasta de salón, su bravura en los combates, su discreción en las ceremonias solemnes. Así, el hipódromo de Abdera tanto como sus compañías de volatines; su caballería acorazada de bronce y sus sepelios, habían alcanzado tal renombre, que de todas partes acudía gente a admirarlos: mérito compartido por igual entre domadores y corceles.
Aquella educación persistente, aquel forzado despliegue de condiciones, y para decirlo todo en una palabra, aquella humanización de la raza equina iban engendrando un fenómeno que los bistones festejaban como otra gloria nacional. La inteligencia de los caballos comenzaba a desarrollarse pareja con su conciencia, produciendo casos anormales que daban pábulo al comentario general.
Una yegua había exigido espejos en su pesebre, arrancándolos con los dientes de la propia alcoba patronal y destruyendo a coces los de tres paneles cuando no le hicieron el gusto. Concedido el capricho daba muestras de coquetería perfectamente visible. Balios, el más bello potro de la comarca, un blanco elegante y sentimental que tenía dos campañas militares y manifestaba regocijo ante el recitado de hexámetros heroicos, acababa de morir de amor por una dama. Era la mujer de un general, dueño del enamorado bruto, y por cierto no ocultaba el suceso. Hasta se creía que halagaba su vanidad, siendo esto muy natural, por otra parte, en la ecuestre metrópoli.
Señalábase igualmente casos de infanticidio, que aumentando en forma alarmante, fue necesario corregir con la presencia de viejas mulas adoptivas; un gusto creciente por el pescado y por el cáñamo cuyas plantaciones saqueaban los animales; y varias rebeliones aisladas que hubo de corregirse, siendo insuficiente el látigo, por medio del hierro candente. Esto último fue en aumento, pues el instinto de rebelión progresaba a pesar de todo.
Los bistones, más encantados cada vez con sus caballos, no paraban mientes en eso. Otros hechos más significativos produjéronse de allí a poco. Dos o tres atalajes habían hecho causa común contra un carretero que azotaba su yegua rebelde. Los caballos resistíanse cada vez más al enganche y al yugo, de tal modo que empezó a preferirse el asno. Había animales que no aceptaban determinado apero; mas como pertenecían a los ricos, se defería a su rebelión comentándola mimosamente a título de capricho.
Un día los caballos no vinieron al son de la trompa, y fue menester constreñirlos por la fuerza; pero los subsiguientes no se reprodujo la rebelión.
Al fin ésta ocurrió cierta vez que la marea cubrió la playa de pescado muerto, como solía suceder. Los caballos se hartaron de eso, y se les vio regresar al campo suburbano con lentitud sombría.
Medianoche era cuando estalló el singular conflicto.
De pronto un trueno sordo y persistente conmovió el ámbito de la ciudad. Era que todos los caballos se habían puesto en movimiento a la vez para asaltarla, pero esto se supo luego, inadvertido al principio en la sombra de la noche y la sorpresa de lo inesperado.
Como las praderas de pastoreo quedaban entre las murallas, nada pudo contener la agresión; y añadido a esto el conocimiento minucioso que los animales tenían de los domicilios, ambas cosas acrecentaron la catástrofe.
Noche memorable entre todas, sus horrores sólo aparecieron cuando el día vino a ponerlos en evidencia, multiplicándolos aun. Las puertas reventadas a coces yacían por el suelo dando paso a feroces manadas que se sucedían casi sin interrupción. Había corrido sangre, pues no pocos vecinos cayeron aplastados bajo el casco y los dientes de la banda en cuyas filas causaron estragos también las armas humanas.
Conmovida de tropeles, la ciudad oscurecíase con la polvareda que engendraban; y un extraño tumulto formado por gritos de cólera o de dolor, relinchos variados como palabras a los cuales mezclábase uno que otro doloroso rebuzno, y estampidos de coces sobre las puertas atacadas, unía su espanto al pavor visible de la catástrofe. Una especie de terremoto incesante hacía vibrar el suelo con el trote de la masa rebelde, exaltado a ratos como en ráfaga huracanada por frenéticos tropeles sin dirección y sin objeto; pues habiendo saqueado todos los plantíos de cáñamo, y hasta algunas bodegas que codiciaban aquellos corceles pervertidos por los refinamientos de la mesa, grupos de animales ebrios aceleraban la obra de destrucción. Y por el lado del mar era imposible huir. Los caballos, conociendo la misión de las naves, cerraban el acceso del puerto.
Sólo la fortaleza permanecía incólume y empezábase a organizar en ella la resistencia. Por lo pronto cubríase de dardos a todo caballo que cruzaba por allí, y cuando caía cerca era arrastrado al interior como vitualla.
Entre los vecinos refugiados circulaban los más extraños rumores. El primer ataque no fue sino un saqueo. Derribadas las puertas, las manadas introducíanse en las habitaciones, atentas sólo a las colgaduras suntuosas con que intentaban revestirse, a las joyas y objetos brillantes. La oposición a sus designios fue lo que suscitó su furia.
Otros hablaban de monstruosos amores, de mujeres asaltadas y aplastadas en sus propios lechos con ímpetu bestial; y hasta se señalaba a una noble doncella que sollozando narraba entre dos crisis su percance: el despertar en la alcoba a la media luz de la lámpara, rozados sus labios por la innoble jeta de un potro negro que respingaba de placer el belfo enseñando su dentadura asquerosa; su grito de pavor ante aquella bestia convertida en fiera, con el resplandor humano y malévolo de sus ojos incendiados de lubricidad; el mar de sangre con que la inundara al caer atravesado por la espada de un servidor...
Mencionábase varios asesinatos en que las yeguas se habían divertido con saña femenil, despachurrando a mordiscos a las víctimas. Los asnos habían sido exterminados, y las mulas subleváronse también, pero con torpeza inconsciente, destruyendo por destruir, y particularmente encarnizadas contra los perros.
El tronar de las carreras locas seguía estremeciendo la ciudad, y el fragor de los derrumbes iba aumentando. Era urgente organizar una salida, por más que el número y la fuerza de los asaltantes la hiciera singularmente peligrosa, si no se quería abandonar la ciudad a la más insensata destrucción.
Los hombres empezaron a armarse; mas, pasado el primer momento de licencia, los caballos habíanse decidido a atacar también.
Un brusco silencio precedió al asalto. Desde la fortaleza distinguían el terrible ejército que se congregaba, no sin trabajo, en el hipódromo. Aquello tardó varias horas, pues cuando todo parecía dispuesto, súbitos corcovos y agudísimos relinchos cuya causa era imposible discernir, desordenaban profundamente las filas.
El sol declinaba ya, cuando se produjo la primera carga. No fue, si se permite la frase, más que una demostración, pues los animales se limitaron a pasar corriendo frente a la fortaleza. En cambio, quedaron acribillados por las saetas de los defensores.
Desde el más remoto extremo de la ciudad, lanzáronse otra vez, y su choque contra las defensas fue formidable. La fortaleza retumbó entera bajo aquella tempestad de cascos, y sus recias murallas dóricas quedaron, a decir vedad, profundamente trabajadas.
Sobrevino un rechazo, al cual sucedió muy luego un nuevo ataque.
Los que demolían eran caballos y mulos herrados que caían a docenas; pero sus filas cerrábanse con encarnizamiento furioso, sin que la masa pareciera disminuir. Lo peor era que algunos habían conseguido vestir sus bardas de combate en cuya malla de acero se embotaban los dardos. Otros llevaban jirones de tela vistosa, otros, collares, y pueriles en su mismo furor, ensayaban inesperados retozos.
De las murallas los conocían. ¡Dinos, Aethon, Ameteo, Xanthos! Y ellos saludaban, relinchaban gozosamente, enarcaban la cola, cargando en seguida con fogosos respingos. Uno, un jefe ciertamente, irguióse sobre sus corvejones, caminó así un trecho manoteando gallardamente al aire como si danzara un marcial balisteo, contorneando el cuello con serpentina elegancia, hasta que un dardo se le clavó en medio del pecho...
Entre tanto, el ataque iba triunfando. Las murallas empezaban a ceder.
Súbitamente una alarma paralizó a las bestias. Unas sobre otras, apoyándose en ancas y lomos, alargaron sus cuellos hacia la alameda que bordeaba la margen del Kossínites; y los defensores volviéndose hacia la misma dirección, contemplaron un tremendo espectáculo.
Dominando la arboleda negra, espantosa sobre el cielo de la tarde, una colosal cabeza de león miraba hacia la ciudad. Era una de esas fieras antediluvianas cuyos ejemplares, cada vez más raros, devastaban de tiempo en tiempo los montes Ródopes. Mas nunca se había visto nada tan monstruoso, pues aquella cabeza dominaba los más altos árboles, mezclando a las hojas teñidas de crepúsculo las greñas de su melena.
Brillaban claramente sus enormes colmillos, percibíase sus ojos fruncidos ante la luz, llegaba en el hálito de la brisa su olor bravío, inmóvil entre la palpitación del follaje, herrumbrada por el sol casi hasta dorarse su gigantesca crin, alzábase ante el horizonte como uno de esos bloques en que el pelasgo, contemporáneo de las montañas, esculpió sus bárbaras divinidades.
Y de repente empezó a andar, lento como el océano. Oíase el rumor de la fronda que su pecho apartaba, su aliento de fragua que iba sin duda a estremecer la ciudad cambiándose en rugido.
A pesar de su fuerza prodigiosa y de su número, los caballos sublevados no resistieron semejante aproximación. Un solo ímpetu los arrastró por la playa, en dirección a la Macedonia, levantando un verdadero huracán de arena y de espuma, pues no pocos disparábanse a través de las olas.
En la fortaleza reinaba el pánico. ¿Qué podrían contra semejante enemigo? ¿Qué gozne de bronce resistiría a sus mandíbulas? ¿Qué muro a sus garras...?
Comenzaban ya a preferir el pasado riesgo (al fin en una lucha contra bestias civilizadas), sin aliento ni para enflechar sus arcos, cuando el monstruo salió de la alameda. No fue un rugido lo que brotó de sus fauces, sino un grito de guerra humano, el bélico "¡alalé!" de los combates, al que respondieron con regocijo triunfal los "hoyohei" y los "hoyotohó" de la fortaleza.
¡Glorioso prodigio!
Bajo la cabeza del felino, irradiaba luz superior el rostro de un numen; y mezclados soberbiamente con la flava piel, resaltaban su pecho marmóreo, sus brazos de encina, sus muslos estupendos.
Y un grito, un solo grito de libertad, de reconocimiento, de orgullo, llenó la tarde:
—¡Hércules, es Hércules que llega!
viernes, 23 de abril de 2010
Himno al Gran Chaco - LUCIO.
Letra: Rvdo. Padre Oliverio Pellicelli
Música: Rvdo. Padre Juan Scannerini
Cien Corceles sedientos de gloria
Van pasando por montes y llanos
Y a su paso festiva refleja
Su emoción la Provincia del Chaco
Fértil tierra que engendras la fuerza
El fulgor la dulzura y la vida
Chaco eterno rincón de promesas
Nueva historia en tu seno se anida
Cien semillas de regios quebrachos
Se volvieron brillantes banderas
Albergando en sus cálidos pliegues
El progreso, el honor, la grandeza
Fértil tierra que engendras la fuerza
El fulgor la dulzura y la vida
Chaco eterno rincón de promesas
Nueva historia en tu seno se anida
Cien torrentes de oro negruzco
Hoy desbordan regando a Bolivia
Y se truecan en lenguas de fuego
En un himno triunfal de victoria.
Fértil tierra que engendras la fuerza
El fulgor la dulzura y la vida
Chaco eterno rincón de promesas
Nueva historia en tu seno se anida
Cien torrentes de sangre guerrera
Desembocan al mar de la gloria
Mientras blanca en el cielo del Chaco
Se levanta la Cruz Redentora.
Fértil tierra que engendras la fuerza
El fulgor la dulzura y la vida
Chaco eterno rincón de promesas
Nueva historia en tu seno se anida
En fecha 12 de Agosto de 1976, en conmemoración al centenario de la creación de la Provincia Gran Chaco, se escucha por primera vez este himno como parte de los festejos siendo el lugar escogido para este importante acontecimiento el Salón de Actos del Liceo Gran Chaco.
Fue declarado como Himno Oficial de la Provincia Gran Chaco según Ordenanza Municipal Nro. 13/02 del 12 de Agosto de 2002.
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Letra: Rvdo. Padre Oliverio Pellicelli
MARCHA DEL BICENTENARIO ARGENTINO "NUEVA ARGENTINA" ( CANCION Y LETRA ).
MARCHA DEL BICENTENARIO ARGENTINO "NUEVA ARGENTINA"
"NUEVA ARGENTINA"
EDÉN CORONADO DE GLORIA
PARA TODA LA ETERNIDAD
TIERRA EN FORMA DE NACIÓN
PLATA EN BRILLO Y SENTIMIENTO
CON EL GRITO DE LOS MORTALES
QUE NOS DIERON LA LIBERTAD
CON LA UNIÓN Y CON LA FUERZA
DE SUS PRÓCERES HEROICOS
LOS CORAZONES DE UNA PATRIA VIVA
UN CANTO AL CIELO AL SOL LAS NUBES Y EL MAR
APOTEOSIS DE LA HISTORIA DE UN PUEBLO
SANGRE NUEVA Y ETERNA MARAVILLA SIN PAR.
POR LOS SIGLOS DE LOS SIGLOS
BRILLE EL SOL EN ARGENTINA
Y QUE EN FORMA DE CANCIÓN
EL MUNDO SIENTA ESTA ALEGRÍA
AL NUESTRO GRITO SAGRADO ELEVAR
CON LOS ACORDES DE LA NOBLE IGUALDAD
Y LA BANDERA DE NUESTRA VICTORIA
¡LIBERTAD! ¡LIBERTAD! ¡LIBERTAD!
VICTORIOSA POR TODOS LOS TIEMPOS
REDIMIDA POR SU PAZ
TESTIMONIO DE SU FUERZA
Y CONSENTIDA DE DIOS
LIBERTADA POR SUS HÉROES
CUSTODIADA DESDE EL MAR
POR LA FE NUNCA PERDIDA
COMO NUESTRA PERLA AUSTRAL
LOS CORAZONES DE UNA PATRIA VIVA
UN CANTO AL CIELO AL SOL LAS NUBES Y EL MAR
APOTEOSIS DE LA HISTORIA DE UN PUEBLO
SANGRE NUEVA Y ETERNA MARAVILLA SIN PAR.
POR LOS SIGLOS DE LOS SIGLOS
BRILLE EL SOL EN ARGENTINA
Y QUE EN FORMA DE CANCIÓN
EL MUNDO SIENTA ESTA ALEGRÍA
AL NUESTRO GRITO SAGRADO ELEVAR
EN LOS ACORDES DE LA NOBLE IGUALDAD
Y LAS BANDERAS DE NUESTRA VICTORIA
¡LIBERTAD! ¡LIBERTAD! ¡LIBERTAD! ¡LIBERTAD!
Autor Compositor e Intérprete
Carlos Antonio Fabre
HIMNO NACIONAL ARGENTINO.
HIMNO NACIONAL ARGENTINO INTERPRETADO POR CARLOS ANTONIO FABRE
HIMNO NACIONAL ARGENTINO (original de 1812)
Sean eternos los laureles
que supimos conseguir:
coronados de gloria vivamos,
o juremos con gloria morir.
¡Oíd, mortales!, el grito sagrado
libertad, libertad, libertad!
Oíd el ruido de rotas cadenas
ved el trono a la noble igualdad.
Se levanta a la faz de la Tierra
una nueva y gloriosa Nación
coronada su sien de laureles
y a sus plantas rendido un león.
Sean eternos los laureles
que supimos conseguir:
coronados de gloria vivamos,
o juremos con gloria morir.
De los nuevos campeones los rostros
Marte mismo parece animar
la grandeza se anida en sus pechos
a su marcha todo hacen temblar.
Se conmueven del Inca las tumbas
y en sus huesos revive el ardor
lo que ve renovando a sus hijos
de la Patria el antiguo esplendor.
Sean eternos los laureles
que supimos conseguir:
coronados de gloria vivamos,
o juremos con gloria morir.
Pero sierras y muros se sienten
retumbar con horrible fragor
todo el país se conturba por gritos
de venganza, de guerra y furor.
En los fieros tiranos la envidia
escupió su pestífera hiel.
Su estandarte sangriento levantan
provocando a la lid más cruel.
Sean eternos los laureles
que supimos conseguir:
coronados de gloria vivamos,
o juremos con gloria morir.
¿No los veis sobre Méjico y Quito
arrojarse con saña tenaz,
y cuál lloran bañados en sangre
Potosí, Cochabamba y La Paz?
¿No los veis sobre el triste Caracas
luto y llantos y muerte esparcir?
¿No los veis devorando cual fieras
todo pueblo que logran rendir?
Sean eternos los laureles
que supimos conseguir:
coronados de gloria vivamos,
o juremos con gloria morir.
A vosotros se atreve, argentinos
el orgullo del vil invasor.
Vuestros campos ya pisa contando
tantas glorias hollar vencedor.
Mas los bravos que unidos juraron
su feliz libertad sostener,
a estos tigres sedientos de sangre
fuertes pechos sabrán oponer.
Sean eternos los laureles
que supimos conseguir:
coronados de gloria vivamos,
o juremos con gloria morir.
El valiente argentino a las armas
corre ardiendo con brío y valor,
el clarín de la guerra, cual trueno,
en los campos del Sud resonó.
Buenos Aires se pone a la frente
de los pueblos de la ínclita Unión,
y con brazos robustos desgarran
al ibérico altivo león.
Sean eternos los laureles
que supimos conseguir:
coronados de gloria vivamos,
o juremos con gloria morir.
San José, San Lorenzo, Suipacha.
Ambas Piedras, Salta y Tucumán,
la colonia y las mismas murallas
del tirano en la Banda Oriental,
son letreros eternos que dicen:
aquí el brazo argentino triunfó,
aquí el fiero opresor de la Patria
su cerviz orgullosa dobló.
Sean eternos los laureles
que supimos conseguir:
coronados de gloria vivamos,
o juremos con gloria morir.
La victoria al guerrero argentino
con sus alas brillantes cubrió,
y azorado a su vista el tirano
con infamia a la fuga se dio;
sus banderas, sus armas se rinden
por trofeos a la Libertad,
y sobre alas de gloria alza el Pueblo
trono digno a su gran Majestad.
Sean eternos los laureles
que supimos conseguir:
coronados de gloria vivamos,
o juremos con gloria morir.
Desde un polo hasta el otro resuena
de la fama el sonoro clarín,
y de América el nombre enseñando
les repite: ¡Mortales, oíd!
Ya su trono dignísimo abrieron
las Provincias Unidas del Sud!
Y los libres del mundo responden:
¡Al gran Pueblo Argentino, salud!
Sean eternos los laureles
que supimos conseguir:
coronados de gloria vivamos,
o juremos con gloria morir.
Letra: Vicente López y Planes
Música: Blas Parera
ACOTACIONES:
Vicente López y Planes (1785-1856), poeta de la literatura de Mayo. Se graduó en Derecho en la Universidad de Chuquisaca.
Blas Parera, español, maestro de piano y violín. En 1860, Juan Esnaola realizó algunos cambios a la música del Himno basándose en manuscritos de su autor. Los arreglos fueron aceptados como versión definitiva en 1944.
El himno fue ejecutado por primera vez en la casa de Mariquita Sánchez de Thompson.
El 30 de marzo de 1900, el Poder Ejecutivo decreta que se canten sólo la primera y última cuarteta más el coro.
LINGUISTICA III. " LA PRAGMÁTICA ".
Teoría de los actos de habla
La teoría de los actos de habla, tal y como la formuló el filósofo del lenguaje J. L. Austin, es una de las consecuencias de la filosofía del lenguaje peculiar. Aparece formulada en su obra póstuma Cómo hacer cosas con palabras (How to Do Things with Words). Dicha teoría es el arranque de uno de los enfoques de la pragmática más populares, ampliado por John Searle.
ContenidoS.
1 Acto de habla
1.1 Clasificación
2 La teoría especial
2.1 La distinción constatativo-realizativa
2.1.1 La falacia descriptiva
2.1.2 Emisiones realizativas (o performativas)
2.1.3 La teoría de los infortunios
3 Referencias
3.1 Bibliografía
4 Véase también
Acto de habla
Un acto de habla es un tipo de acción que involucra el uso de la lengua natural y está sujeto a cierto número de reglas convencionales generales y/o principios pragmáticos de pertinencia.
La escuela de Oxford y la pragmática siguen a Peter Strawson y John Searle en tanto que consideran que "acto de habla" se refiere usualmente a lo mismo que se designa con "acto ilocutivo", término a su vez acuñado por John L. Austin en ¿Cómo hacer cosas con palabras?, publicado póstumamente en 1962.
De acuerdo al hecho por Franklin Franco Peña con Austin, el "acto ilocutivo" se da en la medida en que la enunciación constituye, por sí misma, cierto acto, entendido como transformación de las relaciones entre los interlocutores o con los referentes. Un ejemplo clásico es que al decir "lo prometo" o "sí, acepto" (en una ceremonia matrimonial) estamos, a la vez que hablando, realizando el acto. En este sentido, el "acto de habla", es decir, la emisión del enunciado puede realizarse en forma oral o escrita, siempre y cuando se lleve a cabo la realización de una acción mediante palabras.
El efectuar un acto de habla, expresando una oración correcta gramaticalmente y con sentido, implica un compromiso con el entorno. Un acto de habla puede ser solicitar información, ofrecer, disculparse, expresar indiferencia, expresar agrado o desagrado, amenazar, invitar, rogar, etc.
El acto de habla consta de tres factores elementales:
Acto locutivo: es la idea o el concepto de la frase, es decir, aquello que se dice.
Acto ilocutivo: es la intención o finalidad concreta del acto de habla.
Acto perlocutivo: es el (o los) efecto(s) que el enunciado produce en el receptor en una determinada circunstancia.
También, los actos de habla se pueden dividir en dos tipos:
Actos directos: son aquellos enunciados en los que el aspecto locutivo e ilocutivo coinciden, es decir, se expresa directamente la intención.
Actos indirectos: son aquellas frases en las que el aspecto locutivo e ilocutivo no coinciden, por lo tanto la finalidad de la oración es distinta a lo que se expresa directamente.
Searle, quien siguió el análisis de Austin sobre los enunciados de acción o "performativos" y se centró en lo que aquél había llamado actos ilocucionarios (actos que se realizan diciendo algo), desarrolló la idea de que diversas oraciones con el mismo contenido proposicional pueden diferir en su fuerza ilocucional, según se presenten como una aseveración, una pregunta, una orden o una expresión de deseo.
Según Searle, las fuerzas ilocucionales de un acto de habla pueden describirse siguiendo reglas o condiciones especificables, dadas tanto por las circunstancias como por el propósito que se sigue en diferentes actos ilocucionarios.
Clasificación
Los actos de habla ilocutivos pueden ser clasificados según su intención o finalidad.
Actos asertivos o expositivos: el hablante niega, asevera o corrige algo, con diferente nivel de certeza. Ejemplo: No llenaste el coche de gasolina, ¡está vacío!.
Actos directivos: el hablante intenta obligar al oyente a ejecutar una acción. Ejemplo: Ruego que vote por mí en las elecciones.
Actos compromisorios: el hablante asume un compromiso, una obligación o un propósito. Ejemplo: Mañana te devuelvo el auto tal como está.
Actos declarativos: el hablante pretende cambiar el estado en que se encuentra alguna cosa. Ejemplo: Me niego a la decisión del juez ya que la decisión que se ha tomado está errada.
Actos expresivos: el hablante expresa su estado anímico.
La teoría especial
La distinción constatativo-realizativa
La falacia descriptiva
Austin llega a la teoría general partiendo de una teoría especial que se funda en la distinción entre lo constatativo y lo realizativo o performativo. Según él, durante mucho tiempo se había supuesto que el único fin de las emisiones era la de constatar hechos. En razón de ello, sólo podían ser verdaderos o falsos. Sin embargo Austin afirma que no todo enunciado es verdadero o falso. Una emisión lingüística es cualquier cosa que se diga:
El gato está sobre la alfombra.
Cierra la puerta.
Las ideas verdes descoloridas duermen furiosamente.
Prometo que te devolveré el libro.
Lo que resulta para Austin interesante de las emisiones lingüísticas es su valor de verdad. Aristóteles en "De interpretatione", analiza los componentes de las oraciones: para él son verbos y nombres. De la complementación de nombres y verbos surge el λόγος, que es una emisión lingüística compleja compuesta de nombre y verbo. No a todo tipo de emisión le conviene el valor de verdad, sino sólo al λόγος αποφαντικός o apofánsis (αποφανσις). De las emisiones que no son apofánticas no se ocupa la lógica, sino la retórica. Esa actitud persistió a lo largo de la historia. Hay que distinguir las apofánticas (emisiones constatativas o enunciados) porque la función propia de estas emisiones es constatar un hecho. Austin parte del hecho de que lo único que vale la pena estudiar es el λόγος αποφαντικός, que él llama la "falacia descriptiva". Por falacia descriptiva se entiende lo que hace suponer que toda oración que tiene una función importante funciona como enunciado, lo que no es cierto, pues hay oraciones importantes que no constatan hechos. La concepción de la falacia descriptiva ha sufrido dos tipos de ataque: el del movimiento verificacionista y el del movimiento que estudia los usos del lenguaje (ordinario).
El movimiento verificacionista, asociados sobre los años 1920-1930 en el Círculo de Viena en torno a la figura de Moritz Schlick, y vieron como el movimiento quedaba abortado en 1933 por la conquista de Austria por Adolf Hitler. Los verificacionistas sometieron a crítica la postura de la falacia descriptiva en base a preguntar acerca de lo que es "ser verdadero" o "ser falso". Es algo que hay que averiguar. Para que un enunciado tenga sentido es necesario que sea verificable. Ellos hacen, pues, una división tripartita: los enunciados pueden ser verdaderos, falsos o sin sentido:
"El universo entero ha duplicado su tamaño ayer por la tarde" (lo que no es ni verdadero ni falso, carece de sentido"
Y es que, para que un enunciado pueda ser verdadero o falso debe ser significativo. Si no tiene significado no se puede plantear la cuestión de si es verdadero o falso (es un requisito). Un enunciado sólo tiene sentido cuando hay un método por el que podamos verificarlo. Hay muchos enunciados que pasan como verdaderos o falsos y son sin sentido:
Yo miento.
El movimiento que estudia los usos del lenguaje es el otro. Es posterior en el tiempo al movimiento verificacionista. No comparten la cruda condición que los verificacionistas imponen a los enunciados. Insisten en que hay emisiones lingüísticas que parecen enunciados aunque no lo son. La palabra "bueno" no se usa para describir algo sino para recomendar. El reino de la ética no es de hechos, sino de cosas que se recomiendan, y el lenguaje se utiliza para muchas cosas más, no sólo para informar, registrar o describir un hecho.
Emisiones realizativas (o performativas)
Austin analiza un uso del lenguaje concreto y habitual, pero no descriptivo. Un tipo de emisión que por su apariencia superficial parece un enunciado, pero no lo es, que ni carecen de sentido ni son verdaderos ni falsos: son comunes. No contienen palabras como "bueno". Son emisiones tales que al ser emitidas diríamos que estamos haciendo algo en vez de diciéndolo, pero no por el sentido fonético. Emisiones realizativas son las que no son ni verdaderas, ni falsas ni sin sentido. Austin las llama emisiones realizativas (performative utterances). Por ejemplo:
Al decir "Sí, quiero" en una boda no enunciamos algo. Al decirlo en esas circunstancias realizamos el acto de casarse.
Cuando al pisar a alguien le decimos "le pido disculpas" tampoco enuncio. Al decirlo realizó el acto de disculparme.
Al decir "inauguro este pantano" no digo algo, lo hago.
"Te apuesto diez euros a que mañana lloverá": apostamos, no hablamos.
Sin embargo, es necesario que se den las circunstancias apropiadas, no basta con proferir la frase. Aunque no se necesita la realización de un acto espiritual, la palabra empeña. Es cierto que las emisiones realizativas no describen hechos y no son verdaderas o falsas, pero pueden implicar hechos verdaderos o falsos. Hay que distinguir entre lo que se dice y lo que se implica. Si digo "lego el reloj a mi hermano" es necesario que yo tenga reloj.
La teoría de los infortunios
Aunque es cierto que las emisiones realizativas no son ni verdaderas ni falsas, tienen ciertas circunstancias bajo las cuales pueden ir mal. La principal es que sea falsa. Las emisiones pueden ser afortunadas o desafortunadas. Por varias circunstancias, que son la dimensión de su carácter afortunado o desafortunado. Esto se llama teoría de los infortunios.
Infortunios son las diversas maneras en que una emisión realizativa puede ser insatisfactoria. Surgen cuando se rompen determinadas reglas, que se pueden numerar como (Α,1) (Α,2); (Β,1) (Β,2); [(Γ,1) (Γ,2)], estas dos últimas de tipo especial:
Α,1 : Debe existir un procedimiento convencional que tenga un cierto efecto convencional y ese procedimiento debe incluir la emisión de ciertas palabras por parte de determinadas personas en determinadas circunstancias, y además.
Α,2 : Las personas y circunstancias particulares del caso deben ser las apropiadas para la invocación del procedimiento particular al que se apela.
Β,1 : El procedimiento debe ser ejecutado por todos los participantes y
Β,2 : completamente.
Γ,1 : Cuando el procedimiento está pensado para ser usado por personas que tienen ciertos pensamientos o sentimientos, o para la inauguración de cierta conducta subsiguiente por parte de cualquier participante, entonces una persona "en" y por ello invoca "el" procedimiento, debe tener esos pensamientos o sentimientos y los participantes deben tener la intención de conducirse de ese modo, y además
Γ,2 : deben efectivamente conducirse de ese modo en lo sucesivo
En ese conjunto, las Α y las Β, y las Γ se diferencian en dos bloques: hay una oposición Α y Β / Γ. Si se violan las reglas Α o Β, el acto no se realiza, si se viola Γ sí, aunque se abusa del procedimiento (es un acto insincero).
Los infortunios que afectan a Α o Β son por un fallo. Son actos pretendidos pero nulos. En los que afectan a Γ se les considera abusos. El acto es logrado, aunque sea un abuso del procedimiento y se llaman actos procesales pero huecos.
A las rupturas de la regla Α se les llama malas invocaciones. El procedimiento indicado no existe, o las personas no son las adecuadas. A las de Α,1 Austin no les da nombre (en todo caso las llama non play), las de Α,2 se llaman malas aplicaciones. En general, cuando hay una mala invocación, Α,1 o Α,2 se trata de un acto no autorizado:
Α,1: "Me divorcio de ti" (dicha en un país en el que el divorcio no sea legal).
Α,2: "Te nombro cónsul" (y no soy, o no eres la persona adecuada, porque no tengo la autoridad necesaria o porque tú eres un caballo).
Si se rompen las reglas Β se considera que hay malas ejecuciones, que se trata de un acto viciado. Estos vicios dan lugar a defectos (en el caso de Β,1, puesto que el acto se lleva a cabo defectuosamente) u obstrucciones (Β,2, ya que no se lleva a cabo completamente).
Β,1: "Sí, quiero" (en un acto de boda, pero mi pareja dice "No quiero").
Β,2: "Te apuesto a que..." (y no obtengo respuesta).
La violación de las reglas Γ da lugar a los abusos. Las de Γ,1 son llamadas insinceridades, pues no se tienen los sentimientos requeridos, y a los de Γ,2 no les da nombre Austin, pero podrían llamarse ruptura de compromiso.
Γ,1: "Te felicito" (pero no te considero merecedor del galardón).
Γ,2: "Bienvenido" (pero te trato como a un enemigo).
La teoría de los infortunios se aplica a cualquier acto que suponga hacer uso de cualquier tipo de convención (actos convencionales). También se puede aplicar a los enunciados. Por ejemplo, si emitimos el enunciado "todos los hijos de Alberto están durmiendo", pero resulta que Alberto no tiene hijos, el enunciado no es falso, es desafortunado, puesto que falla una presuposición. Viendo la completicidad de esta clasificación se descubre que no todas las posibilidades quedan cubiertas, puesto que hay otro tipo de razones de insatisfactoriedad de emisiones realizativas y que no están recogidas en esa clasificación de los infortunios, pero son acciones que al emitirse pueden estar sometidas a lacras que plagan las acciones en general: pueden realizarse bajo coacción, por accidente, sin intención... El tópico de las excusas puede afectar a ciertas acciones y a las emisiones realizativas, en cuanto éstas son acciones. Son también emisiones y pueden verse perjudicadas por los males que afectan a las emisiones: pueden ser proferidas por un actor en el contexto de un chiste o cuento, es decir, ser emisiones parasitarias. También pueden verse afectadas por el malentendido.
Referencias
Bibliografía
Austin, John Langshaw. How to Do Things With Words. Cambridge (Mass.) 1962 - Paperback: Harvard University Press, 2nd edition, 2005, ISBN 0-674-41152-8.
Brock, Jarrett. “An Introduction to Peirce’s Theory of Speech Acts”, Transactions of the Charles S. Peirce Society, 17 (1981), 319-326.
Searle, John. Speech Acts: An essay in the Philosophy of language, (1969) (Actos de habla, Ed. Cátedra, 2001).
Austin, John Langshaw: Cómo hacer cosas con palabras.: Palabras y acciones (How to Do Things with Words). Barcelona: Paidós, 1982. (ed. original inglesa de 1962).
La teoría de los actos de habla, tal y como la formuló el filósofo del lenguaje J. L. Austin, es una de las consecuencias de la filosofía del lenguaje peculiar. Aparece formulada en su obra póstuma Cómo hacer cosas con palabras (How to Do Things with Words). Dicha teoría es el arranque de uno de los enfoques de la pragmática más populares, ampliado por John Searle.
ContenidoS.
1 Acto de habla
1.1 Clasificación
2 La teoría especial
2.1 La distinción constatativo-realizativa
2.1.1 La falacia descriptiva
2.1.2 Emisiones realizativas (o performativas)
2.1.3 La teoría de los infortunios
3 Referencias
3.1 Bibliografía
4 Véase también
Acto de habla
Un acto de habla es un tipo de acción que involucra el uso de la lengua natural y está sujeto a cierto número de reglas convencionales generales y/o principios pragmáticos de pertinencia.
La escuela de Oxford y la pragmática siguen a Peter Strawson y John Searle en tanto que consideran que "acto de habla" se refiere usualmente a lo mismo que se designa con "acto ilocutivo", término a su vez acuñado por John L. Austin en ¿Cómo hacer cosas con palabras?, publicado póstumamente en 1962.
De acuerdo al hecho por Franklin Franco Peña con Austin, el "acto ilocutivo" se da en la medida en que la enunciación constituye, por sí misma, cierto acto, entendido como transformación de las relaciones entre los interlocutores o con los referentes. Un ejemplo clásico es que al decir "lo prometo" o "sí, acepto" (en una ceremonia matrimonial) estamos, a la vez que hablando, realizando el acto. En este sentido, el "acto de habla", es decir, la emisión del enunciado puede realizarse en forma oral o escrita, siempre y cuando se lleve a cabo la realización de una acción mediante palabras.
El efectuar un acto de habla, expresando una oración correcta gramaticalmente y con sentido, implica un compromiso con el entorno. Un acto de habla puede ser solicitar información, ofrecer, disculparse, expresar indiferencia, expresar agrado o desagrado, amenazar, invitar, rogar, etc.
El acto de habla consta de tres factores elementales:
Acto locutivo: es la idea o el concepto de la frase, es decir, aquello que se dice.
Acto ilocutivo: es la intención o finalidad concreta del acto de habla.
Acto perlocutivo: es el (o los) efecto(s) que el enunciado produce en el receptor en una determinada circunstancia.
También, los actos de habla se pueden dividir en dos tipos:
Actos directos: son aquellos enunciados en los que el aspecto locutivo e ilocutivo coinciden, es decir, se expresa directamente la intención.
Actos indirectos: son aquellas frases en las que el aspecto locutivo e ilocutivo no coinciden, por lo tanto la finalidad de la oración es distinta a lo que se expresa directamente.
Searle, quien siguió el análisis de Austin sobre los enunciados de acción o "performativos" y se centró en lo que aquél había llamado actos ilocucionarios (actos que se realizan diciendo algo), desarrolló la idea de que diversas oraciones con el mismo contenido proposicional pueden diferir en su fuerza ilocucional, según se presenten como una aseveración, una pregunta, una orden o una expresión de deseo.
Según Searle, las fuerzas ilocucionales de un acto de habla pueden describirse siguiendo reglas o condiciones especificables, dadas tanto por las circunstancias como por el propósito que se sigue en diferentes actos ilocucionarios.
Clasificación
Los actos de habla ilocutivos pueden ser clasificados según su intención o finalidad.
Actos asertivos o expositivos: el hablante niega, asevera o corrige algo, con diferente nivel de certeza. Ejemplo: No llenaste el coche de gasolina, ¡está vacío!.
Actos directivos: el hablante intenta obligar al oyente a ejecutar una acción. Ejemplo: Ruego que vote por mí en las elecciones.
Actos compromisorios: el hablante asume un compromiso, una obligación o un propósito. Ejemplo: Mañana te devuelvo el auto tal como está.
Actos declarativos: el hablante pretende cambiar el estado en que se encuentra alguna cosa. Ejemplo: Me niego a la decisión del juez ya que la decisión que se ha tomado está errada.
Actos expresivos: el hablante expresa su estado anímico.
La teoría especial
La distinción constatativo-realizativa
La falacia descriptiva
Austin llega a la teoría general partiendo de una teoría especial que se funda en la distinción entre lo constatativo y lo realizativo o performativo. Según él, durante mucho tiempo se había supuesto que el único fin de las emisiones era la de constatar hechos. En razón de ello, sólo podían ser verdaderos o falsos. Sin embargo Austin afirma que no todo enunciado es verdadero o falso. Una emisión lingüística es cualquier cosa que se diga:
El gato está sobre la alfombra.
Cierra la puerta.
Las ideas verdes descoloridas duermen furiosamente.
Prometo que te devolveré el libro.
Lo que resulta para Austin interesante de las emisiones lingüísticas es su valor de verdad. Aristóteles en "De interpretatione", analiza los componentes de las oraciones: para él son verbos y nombres. De la complementación de nombres y verbos surge el λόγος, que es una emisión lingüística compleja compuesta de nombre y verbo. No a todo tipo de emisión le conviene el valor de verdad, sino sólo al λόγος αποφαντικός o apofánsis (αποφανσις). De las emisiones que no son apofánticas no se ocupa la lógica, sino la retórica. Esa actitud persistió a lo largo de la historia. Hay que distinguir las apofánticas (emisiones constatativas o enunciados) porque la función propia de estas emisiones es constatar un hecho. Austin parte del hecho de que lo único que vale la pena estudiar es el λόγος αποφαντικός, que él llama la "falacia descriptiva". Por falacia descriptiva se entiende lo que hace suponer que toda oración que tiene una función importante funciona como enunciado, lo que no es cierto, pues hay oraciones importantes que no constatan hechos. La concepción de la falacia descriptiva ha sufrido dos tipos de ataque: el del movimiento verificacionista y el del movimiento que estudia los usos del lenguaje (ordinario).
El movimiento verificacionista, asociados sobre los años 1920-1930 en el Círculo de Viena en torno a la figura de Moritz Schlick, y vieron como el movimiento quedaba abortado en 1933 por la conquista de Austria por Adolf Hitler. Los verificacionistas sometieron a crítica la postura de la falacia descriptiva en base a preguntar acerca de lo que es "ser verdadero" o "ser falso". Es algo que hay que averiguar. Para que un enunciado tenga sentido es necesario que sea verificable. Ellos hacen, pues, una división tripartita: los enunciados pueden ser verdaderos, falsos o sin sentido:
"El universo entero ha duplicado su tamaño ayer por la tarde" (lo que no es ni verdadero ni falso, carece de sentido"
Y es que, para que un enunciado pueda ser verdadero o falso debe ser significativo. Si no tiene significado no se puede plantear la cuestión de si es verdadero o falso (es un requisito). Un enunciado sólo tiene sentido cuando hay un método por el que podamos verificarlo. Hay muchos enunciados que pasan como verdaderos o falsos y son sin sentido:
Yo miento.
El movimiento que estudia los usos del lenguaje es el otro. Es posterior en el tiempo al movimiento verificacionista. No comparten la cruda condición que los verificacionistas imponen a los enunciados. Insisten en que hay emisiones lingüísticas que parecen enunciados aunque no lo son. La palabra "bueno" no se usa para describir algo sino para recomendar. El reino de la ética no es de hechos, sino de cosas que se recomiendan, y el lenguaje se utiliza para muchas cosas más, no sólo para informar, registrar o describir un hecho.
Emisiones realizativas (o performativas)
Austin analiza un uso del lenguaje concreto y habitual, pero no descriptivo. Un tipo de emisión que por su apariencia superficial parece un enunciado, pero no lo es, que ni carecen de sentido ni son verdaderos ni falsos: son comunes. No contienen palabras como "bueno". Son emisiones tales que al ser emitidas diríamos que estamos haciendo algo en vez de diciéndolo, pero no por el sentido fonético. Emisiones realizativas son las que no son ni verdaderas, ni falsas ni sin sentido. Austin las llama emisiones realizativas (performative utterances). Por ejemplo:
Al decir "Sí, quiero" en una boda no enunciamos algo. Al decirlo en esas circunstancias realizamos el acto de casarse.
Cuando al pisar a alguien le decimos "le pido disculpas" tampoco enuncio. Al decirlo realizó el acto de disculparme.
Al decir "inauguro este pantano" no digo algo, lo hago.
"Te apuesto diez euros a que mañana lloverá": apostamos, no hablamos.
Sin embargo, es necesario que se den las circunstancias apropiadas, no basta con proferir la frase. Aunque no se necesita la realización de un acto espiritual, la palabra empeña. Es cierto que las emisiones realizativas no describen hechos y no son verdaderas o falsas, pero pueden implicar hechos verdaderos o falsos. Hay que distinguir entre lo que se dice y lo que se implica. Si digo "lego el reloj a mi hermano" es necesario que yo tenga reloj.
La teoría de los infortunios
Aunque es cierto que las emisiones realizativas no son ni verdaderas ni falsas, tienen ciertas circunstancias bajo las cuales pueden ir mal. La principal es que sea falsa. Las emisiones pueden ser afortunadas o desafortunadas. Por varias circunstancias, que son la dimensión de su carácter afortunado o desafortunado. Esto se llama teoría de los infortunios.
Infortunios son las diversas maneras en que una emisión realizativa puede ser insatisfactoria. Surgen cuando se rompen determinadas reglas, que se pueden numerar como (Α,1) (Α,2); (Β,1) (Β,2); [(Γ,1) (Γ,2)], estas dos últimas de tipo especial:
Α,1 : Debe existir un procedimiento convencional que tenga un cierto efecto convencional y ese procedimiento debe incluir la emisión de ciertas palabras por parte de determinadas personas en determinadas circunstancias, y además.
Α,2 : Las personas y circunstancias particulares del caso deben ser las apropiadas para la invocación del procedimiento particular al que se apela.
Β,1 : El procedimiento debe ser ejecutado por todos los participantes y
Β,2 : completamente.
Γ,1 : Cuando el procedimiento está pensado para ser usado por personas que tienen ciertos pensamientos o sentimientos, o para la inauguración de cierta conducta subsiguiente por parte de cualquier participante, entonces una persona "en" y por ello invoca "el" procedimiento, debe tener esos pensamientos o sentimientos y los participantes deben tener la intención de conducirse de ese modo, y además
Γ,2 : deben efectivamente conducirse de ese modo en lo sucesivo
En ese conjunto, las Α y las Β, y las Γ se diferencian en dos bloques: hay una oposición Α y Β / Γ. Si se violan las reglas Α o Β, el acto no se realiza, si se viola Γ sí, aunque se abusa del procedimiento (es un acto insincero).
Los infortunios que afectan a Α o Β son por un fallo. Son actos pretendidos pero nulos. En los que afectan a Γ se les considera abusos. El acto es logrado, aunque sea un abuso del procedimiento y se llaman actos procesales pero huecos.
A las rupturas de la regla Α se les llama malas invocaciones. El procedimiento indicado no existe, o las personas no son las adecuadas. A las de Α,1 Austin no les da nombre (en todo caso las llama non play), las de Α,2 se llaman malas aplicaciones. En general, cuando hay una mala invocación, Α,1 o Α,2 se trata de un acto no autorizado:
Α,1: "Me divorcio de ti" (dicha en un país en el que el divorcio no sea legal).
Α,2: "Te nombro cónsul" (y no soy, o no eres la persona adecuada, porque no tengo la autoridad necesaria o porque tú eres un caballo).
Si se rompen las reglas Β se considera que hay malas ejecuciones, que se trata de un acto viciado. Estos vicios dan lugar a defectos (en el caso de Β,1, puesto que el acto se lleva a cabo defectuosamente) u obstrucciones (Β,2, ya que no se lleva a cabo completamente).
Β,1: "Sí, quiero" (en un acto de boda, pero mi pareja dice "No quiero").
Β,2: "Te apuesto a que..." (y no obtengo respuesta).
La violación de las reglas Γ da lugar a los abusos. Las de Γ,1 son llamadas insinceridades, pues no se tienen los sentimientos requeridos, y a los de Γ,2 no les da nombre Austin, pero podrían llamarse ruptura de compromiso.
Γ,1: "Te felicito" (pero no te considero merecedor del galardón).
Γ,2: "Bienvenido" (pero te trato como a un enemigo).
La teoría de los infortunios se aplica a cualquier acto que suponga hacer uso de cualquier tipo de convención (actos convencionales). También se puede aplicar a los enunciados. Por ejemplo, si emitimos el enunciado "todos los hijos de Alberto están durmiendo", pero resulta que Alberto no tiene hijos, el enunciado no es falso, es desafortunado, puesto que falla una presuposición. Viendo la completicidad de esta clasificación se descubre que no todas las posibilidades quedan cubiertas, puesto que hay otro tipo de razones de insatisfactoriedad de emisiones realizativas y que no están recogidas en esa clasificación de los infortunios, pero son acciones que al emitirse pueden estar sometidas a lacras que plagan las acciones en general: pueden realizarse bajo coacción, por accidente, sin intención... El tópico de las excusas puede afectar a ciertas acciones y a las emisiones realizativas, en cuanto éstas son acciones. Son también emisiones y pueden verse perjudicadas por los males que afectan a las emisiones: pueden ser proferidas por un actor en el contexto de un chiste o cuento, es decir, ser emisiones parasitarias. También pueden verse afectadas por el malentendido.
Referencias
Bibliografía
Austin, John Langshaw. How to Do Things With Words. Cambridge (Mass.) 1962 - Paperback: Harvard University Press, 2nd edition, 2005, ISBN 0-674-41152-8.
Brock, Jarrett. “An Introduction to Peirce’s Theory of Speech Acts”, Transactions of the Charles S. Peirce Society, 17 (1981), 319-326.
Searle, John. Speech Acts: An essay in the Philosophy of language, (1969) (Actos de habla, Ed. Cátedra, 2001).
Austin, John Langshaw: Cómo hacer cosas con palabras.: Palabras y acciones (How to Do Things with Words). Barcelona: Paidós, 1982. (ed. original inglesa de 1962).
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